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RECREACIÓN

por Damián Basiuk

Nazareno observa con detenimiento la pequeña roca que tiene en la palma de su mano. Sus ojos están fijos, clavados en la piedra. Es de granito y su forma hace que sostenerla en la mano no produzca incomodidad alguna; como si la piedra hubiese sido concebida para ser sostenida por su mano. Levanta la mirada y sus ojos se encuentran con un amplio y cristalino lago que se pierde en el horizonte, donde el sol poniente comienza a ocultarse. Una suave brisa mesa sus cabellos. La brisa trae perfumados aromas de flores, de pequeños animales y de hombres; y de la siempre creciente ciudad que se esconde a sus espaldas, detrás de la loma cubierta de hierba sobre la que está sentado.
Nazareno se pone en pie y, flexionando las rodillas, arroja la piedra al lago. La piedra rebota en su superficie una, dos, tres veces y luego se hunde en el agua, formando círculos concéntricos en la quietud del lago, a pocos metros de la orilla.
Detrás de la piedra de Nazareno, otra roca, algo más oscura y algo más pequeña, hace el mismo recorrido, sólo que se hunde un poco más allá que la primera, rebotando un par de veces más sobre la superficie del lago.
Una brisa un poco más vigorosa que la anterior vuelve a agitar su cabello.
Una mano se apoya en su hombro izquierdo.
Una dulce voz femenina habla junto a su oído.
—La mía llegó más lejos —dice la voz.
Nazareno se voltea, dando la espalda al lago. Frente a él se encuentra de pie Verónica. Verónica. Añorada, amada Verónica. Ella sonríe y ladea la cabeza, sus cabellos negros acarician sus hombros. El ocaso brilla en sus ojos.
—La mía era más grande —contesta Nazareno y extiende su mano derecha al rostro de ella. Su piel rosada es tersa y suave como la seda. Atrae el rostro de ella al suyo con la mano en su cuello, bajo la oreja, y la besa con ternura y delicadeza en los labios.
—¿Qué hacés en el lago? —Pregunta Verónica.
—Lo quería ver por última vez —dice Nazareno, asaltado por una pegajosa sensación de déjà-vu—. Lo quería sentir por última vez.
—Entonces ya sabés... —comienza a decir Verónica pero su voz se desvanece en el bisbiseo de la cálida brisa.
—Sí, ya sé. Nuestros futuros vástagos necesitan sus hogares hoy —cita Nazareno y a pesar de creer en la sinceridad de esas palabras no deja de oír la estupidez que hay en ellas como un eco futuro, una resonancia imperceptible. Un eco que a él se le escapa y que sin embargo Verónica oye claramente en su cabeza.
—Ahí llegan las máquinas —dice ella y el infernal ruido devora los suaves susurros de la naturaleza.
Una gigantesca mole gris aparece sobre la loma, girando sobre ruedas-oruga, contorneada por el violáceo cielo crepuscular. Una hueste de veinte hombres de negro, ataviados con chalecos luminiscentes de color verde amarillento, escoltan la máquina portando bastones, destructores, aspiradores y otras herramientas en sus enguantadas manos.
Nazareno y Verónica los ven llegar trenzados en un abrazo perenne, como niños esperando el inminente regaño de un adulto.
El ruido de la máquina oculta los sonidos de la vida, pero su destructora majestuosidad no puede hacer nada contra los rayos oblicuos del sol poniente.
Un hombre de negro, la cara ensombrecida por un casco también negro, con un martillo-destructor en su mano derecha y tres estrellas rojas en su chaleco luminiscente se acerca a Nazareno y Verónica.
—No pueden estar acá. La orden 3-42 de evacuación de la zona fue puesta en conocimiento a los civiles bajo los medios pertinentes con anterioridad. Exactamente tres días naturales atrás—. El hombre tiene que elevar la voz para hacerse oír por sobre el ruido de la máquina. Como si no quisiera hacerlo, toma el martillo-destructor con las dos manos y lo apunta hacia las dos figuras abrazadas—. Deshabiten la zona, por favor.
—Vámonos, Verónica —dice Nazareno y tira de ella, embadurnado todavía en déjà-vu.
Verónica se suelta con fiereza de las manos de Nazareno y se enfrenta al hombre tri-estelar.
—No pienso moverme de este lugar —dice.
El hombre de negro levanta una mano y a sus espaldas la mole gris de la máquina se detiene, al igual que los hombres. Se acerca a Verónica empuñando el martillo-destructor con las dos manos y dice:
—Nuestros futuros vástagos necesitan sus...
—Nuestros futuros vástagos aún no han nacido —lo interrumpe ella.
—Precisamente —dice el hombre tri-estelar y a una seña de sus manos la máquina reanuda su pesada marcha, aplastando la hierba que recubre la loma. Luego el hombre se aleja y el resto de su pequeño ejército se dispersa por el terreno, acercándose a la orilla del lago desde distintos puntos.
Verónica se mantiene estática, de pie, en donde la dejó el hombre de las tres estrellas. Nazareno se acerca a su espalda y apoya una mano sobre su hombro. Verónica tiembla bajo su tacto. Por sobre la loma y la máquina comienzan a distinguirse las primeras estrellas de la noche, brillando con más claridad en el este.
—Vamos, Verónica, es inútil, ya escuchaste lo que dijo el tri-estelar —dice Nazareno.
Verónica, sin dejar de mirar la máquina, responde:
—Me importa un carajo lo que dijo ese milico de mierda. Yo me quedo acá.
La máquina, omnipotente entidad aplastadora, se acerca en línea recta hacia ella, ominosa, oscureciendo la lóbrega penumbra con su sombra. Una cabeza se asoma por sobre la parte superior de la máquina en movimiento y mira primero a Verónica y a Nazareno, y luego al hombre tri-estelar. El hombre tri-estelar señala a los chicos y luego al lago que está más allá. El operador de la máquina golpea su pecho con su enguantada mano derecha en señal de asentimiento y vuelve a adentrarse en las entrañas del armatoste. Su dirección, que está fija en las figuras sobrecogidas de los chicos, no cambia.
—Dale, Verónica, vámonos, estos no están jodiendo, nos van a matar —dice Nazareno.
Verónica por fin se voltea y enfrenta sus oscuros ojos con los de Nazareno. Su mirada es fría, perturbada. Sus ojos, húmedos y brillantes.
—Andate, Nazareno. Le debo mucho a este lago. Le debo tanto que ni todo el dinero del mundo podría saldar nuestra deuda. Algunas guerras valen la pena ser luchadas.
—Ésta no, Verónica. Estás vos sola contra ese bicho enorme, te vas a hacer matar por nada.
Los ojos de la chica parecen vibrar en sus cuencas. Una regordeta lágrima brota de su lagrimal y recorre, veloz, el cauce de su mejilla.
—Ya sé que estoy sola —dice, melancólica—. Ya lo sé. Y el lago —lo señala con el pulgar—, es algo por lo que estoy dispuesta a luchar. Andate Nazareno, vos no pintás nada acá, éste es asunto mío.
—Pero Verónica...
—¡Pero, nada!
Ella se enfrenta a la máquina y sale corriendo a su encuentro.
Y en ese mismo momento, mientras Verónica corre en pos de la mole, el rígido tejido que une todas las partes de ese mundo, comienza a deshilacharse. El cielo, casi negro por completo, se destiñe, se torna primero rojo y luego amarillo, para más tarde congelarse en un opaco tono morado. El suelo debajo de los pies de Nazareno se hincha. Sube y baja como si estuviera de pie en el epicentro de un megalómano terremoto. Pequeñas luces, parecidas a luciérnagas, flotan en el aire, cada vez a mayor velocidad, cada vez en mayor número.
Nazareno oye gritos a lo lejos, jadeos, explosiones, todo manchado por un incesante zumbido que sube en tonalidades y volumen. Un ulular propio de una sirena suena a lo lejos.
Lentamente, todo se vuelve más y más opaco; el cielo, la hierba, el lago con sus días contados, pierden su vivacidad, su riqueza de colores, para pasar a ser masas incorpóreas de oscuridad.
Cuando todos los colores, los sonidos, los olores terminan de desvanecerse, Nazareno oye, estupefacto, tres pitidos digitales. Luego, silencio.


Nazareno regresó al estado de plena conciencia y sintió bajo su cuerpo el suave abrazo de un sillón mega-flex. Las salidas siempre eran iguales; siempre se sentía esa extraña deformidad en la percepción. Uno sentía las cosas unos centímetros más allá de donde se suponía que tendrían que estar.
Mientras los efectos de las drogas inducidoras desaparecían, la sensación de mareo fue remitiendo, dejándole abrir los ojos. Un techo que apenas se veía entre una maraña insondable de cables y tubos oxidados apareció ante su vista. A lo lejos pudo oír un incesante e irritante goteo. El ambiente estaba oscuro y viciado, lleno de un azulado humo.
Pero el reinado del desamparo y la desorientación terminó cuando en su campo visual apareció una cara conocida.
—¿Qué tal el viaje de vuelta? —dijo una voz que no estaba en sincronía con los labios de su cara.
Nazareno no pudo contestar a la figura pálida y barbuda que tenía delante porque sus labios parecían no responder a su propio cerebro.
—Aguantá que te saco los electrodos —dijo el hombre y arrancó con delicada fortaleza las terminales de los sistemas recreadores que Nazareno tenía en las sienes y en la nuca—. ¿Ahora estás mejor?
—Ajá —dijo Nazareno con la lengua pegada al paladar. Con esfuerzo levantó una mano y se la pasó por su rostro. Lo notó húmedo y pegajoso; sobre todo en las partes de su cráneo en las que solía haber cabello y ahora sólo había calvicie—. Sacame el cinturón, Diesel.
Diesel presionó la hebilla que sujetaba una correa alrededor del pecho de Nazareno; las tiras de cuero cayeron laxas a sus lados. Además, soltó las correas que sujetaban sus tobillos. Nazareno intentó levantarse, sin conseguirlo.
—Este trip fue peor que los anteriores, ¿no?
Nazareno tragó una saliva espesa como aceite que obstruía su garganta.
—Sí —dijo rascándose la sien derecha, en donde el pegamento de las terminales le había dejado la piel tan irritada como después de un afeitado con una barata cuchilla mellada—. Los otros no fueron tan... apocalípticos.
Diesel sonrió con media boca y alzó una ceja. Tomó un conjunto de cables multicolores del suelo y se los acercó a Nazareno. Habría veinte o treinta.
—¿Ves estos cables? Imaginate que todos son trips. Hay trips rojos, azules, trips grandes y pequeños. Y además hay trips malos y buenos. De hecho, estadísticamente, hay un trip malo cada cinco, y uno bueno cada diez. Pero las estadísticas nunca fueron cien porciento fiables, ¿no es cierto?
A oídos de Nazareno llegó como el lejano oleaje de un distante mar la frase: «Nuestros futuros vástagos...».
—A la mierda con las estadísticas —dijo en un gruñido—. Mis últimos tres trips fueron malos, cada uno peor que el anterior. ¿Los tuyos cómo son, Diesel?
—¿Los míos? —Diesel sonrió y una profunda cicatriz en medio de su frente se marcó con intensidad—. Un verdadero profesional no los prueba nunca.
—¿Por qué? ¿Y cómo sabés si son buenos?
—Contesto primero tu segunda pregunta. Sé si son buenos por mis clientes, sencillamente. Por suerte no todos son como vos, si no, me quedaría sin trabajo. No los experimento porque son muy adictivos; en tu cabeza ya debe estar rondando la idea de intentarlo de nuevo aunque todavía no puedas reconocerla. De rescatar a Verónica de nuevo...
—No la nombres —lo interrumpió Nazareno con brusquedad.
—Bueno, no te pongas así. Al fin y al cabo es solamente una mujer.
La irritación inundó el alma de Nazareno como un enjambre de abejas asesinas.
—Fue una mujer. La mejor mujer que conocí en mi vida. Y nunca voy a conocer otra como ella. Era una amiga, una mano en el hombro, una persona que me entendía. Pero sobre todo era una persona sabia, incluso a su corta edad.
—¿Cuántos años tenía cuando...? —Preguntó Diesel dejando que el final de la pregunta se perdiese en un ininteligible murmullo.
—Dieciocho. Yo tenía la misma edad, pero ella era veinte o treinta años mayor que yo en muchos aspectos. Veía el mundo de otra manera. Creo que sería más exacto decir que lo veía a su manera, y no a la manera en que se lo pintan a uno. Vos, yo, todos creíamos a ciegas en lo que nos decían. Ella no. Era una escéptica. Y el escepticismo no es más que ver más allá de la venda que nos colocan delante de los ojos.
Diesel sacudió la cabeza y acercó un taburete para sentarse.
—Creo que me perdí un capítulo de la historia —dijo, antes de beber un líquido turbio y rojizo de un vaso sucio—. No te sigo.
—Amigo, a veces nos olvidamos de las cosas, y otras veces no las queremos recordar simplemente porque son horrendas. No cabe la menor duda de que es preferible olvidar que no querer recordar. Olvidar solo olvida la gente, no los papeles. Si no queremos recordarlos, quemamos los papeles.
Nazareno logró erguirse en el sillón y bebió un trago del vaso de Diesel. La bebida amarga le escoció la garganta.
—¿Cuántos años tenés, Nazareno? —Preguntó Diesel con el ceño fruncido y el labio inferior colgando.
—Sesenta y tres.
—¿Qué pasó, entonces, hace... cuarenta y cinco años?
—Pasó algo tan horrible y estúpido que tuvieron que quemarse montones de papeles.


Pasados unos cuarenta minutos, Nazareno decidió que era hora de irse a casa. El departamento de Diesel quedaba en el cuadragésimo octavo piso de un viejo edificio suburbano. El silencioso ascensor lo dejó en el vestíbulo. Antes, en los «Años de la Edificación», poco después de que la construcción finalizara, el edificio era un ejemplo de limpieza y belleza arquitectónica. Ahora no era más que un fantasma del pasado, con el vestíbulo casi a oscuras, sus paredes agrietadas, la pintura rota y los suelos descascarados y cubiertos de mugre. Sin embargo, en lugar de querer verlo limpio y nuevo, Nazareno prefería estar viendo ese lugar antes de la construcción, cuando la zona era verde, salvaje; un paisaje que ningún arquitecto había trazado.
Esquivando un charco reciente de vómito en la puerta de entrada, Nazareno salió al exterior. Diesel se había llevado la mitad de su sueldo y todavía quedaba un largo camino hasta fin de mes. Por lo tanto, no volvería en taxi; ni siquiera en autobús. Tendría que volver por piernas y a un hombre de sesenta y tres años no muy bien llevados, una caminata de tres kilómetros no le parecía la mejor manera de culminar la noche. Suspiró y el vapor que salió de su boca danzó en el aire y se mezcló con los humos de los automóviles.
Verónica, las cosas que hago para sacarte de mi cabeza —pensó—, y sólo consigo hacer que tu presencia sea cada vez más fuerte y dominante.
Dobló en una esquina y tomó una calle que estaba mal iluminada, con pronunciados baches en su calzada.
En la intersección había lo que cualquier alcalde podría haber denominado «un árbol artificial»; sin embargo no era más que una fea máquina gris que tomaba el dióxido de carbono del aire y lo convertía en oxígeno.
El sabor amargo de las drogas inducidoras había abandonado su boca, pero el embotamiento de los sentidos continuaba ahí, como el resabio de una orgía o una larga fiesta nocturna. Caminaba trazando eses, con una mano en el abdomen, presto a despedir por la boca lo poco que había comido en el día de un momento a otro.
Alrededor de unos cinco metros delante de él, Nazareno vio una figura oscura, casi tan tambaleante como él, que se le acercaba. Cuando la tuvo a un paso, comprobó que se trataba de una anciana envuelta en un harapo negro, con un pañuelo sucio del mismo color en la cabeza, a modo de turbante. El pañuelo llevaba un árbol bordado con hilo blanco, que quedaba justo sobre la frente de la mujer.
—Ayúdeme con una moneda, señor —dijo la vieja extendiendo una mano con la palma hacia arriba, escrutándolo con unos profundos ojos claros por debajo del pañuelo.
—No tengo, señora —dijo Nazareno sin detenerse. Dándole la espalda añadió—: Lo siento.
—Yo lo siento más —masculló la señora y siguió su camino de mendicidad.
Eran muchas las personas que llevaban árboles, flores u hojas bordadas o pegadas en sus prendas. Muchos reivindicadores de una vuelta a la vida verde. Sin embargo algunos de ellos, los menores de treinta o cuarenta años, sólo habían visto un árbol en una fotografía o en alguna filmación de aquellos tiempos y amaban el casi extinto reino vegetal porque sus padres o alguna otra persona mayor se lo habían inculcado. Algunos emigraban, en busca de savia, para sólo encontrar otros grises parajes similares a sus hogares.
¿Habría terminado de esa manera?, se preguntó Nazareno, mirando sus pies mientras estos pisaban charcos de agua sucia. ¿Con un árbol blanco bordado en un pañuelo raído? ¿Con una existencia triste y apartada? ¿Como una paria, viviendo en compañía de otros chiflados como ella, mendigando por las calles y mascullando groserías cuando alguien se negaba a ayudarlos?
Pero los chiflados muchas veces son genios disfrazados, se dijo Nazareno. Genios disfrazados de locos. Y Verónica no estaba loca. Al menos no lo estaba hace cuarenta y cinco años, se corrigió.


Nazareno traspuso el umbral de la puerta de su departamento y sintió el vacío que llenaba su casa incluso antes de entrar. El frío y la humedad de su interior ayudaba con creces a acentuar esa opresión. Encendió las luces y cerró la puerta con llave. Se dirigió al baño, sacándose el abrigo en el camino, y bebió agua en abundancia del grifo. La sequedad de su garganta pareció irse por un momento con la ayuda del agua fría. Pensó en darse una ducha al sentir la película de sudor seco que cubría sus axilas y su espalda pero desechó la idea; el agua nunca salía con la temperatura deseada, o estaba muy caliente o muy fría.
Sucio y pegajoso se dirigió a su dormitorio y estiró las sábanas de la cama. Se quitó los zapatos y la camisa... y como un golpe de luz y sonido recordó que no había preparado las cosas para el día siguiente. Su ropa y herramientas de trabajo. Fue hasta el armario y sacó de su interior los pantalones negros y las botas de cuero. Los pantalones los dejó sobre una silla desvencijada que hacía las veces de cómoda. Las botas las dejó en el suelo, a un lado de la silla. En un rincón, enroscado y arrugado estaba el chaleco. Al haberse cambiado con rapidez para salir hacia el departamento de Diesel había dejado todo desordenado, tirado aquí y allá. Tomó el chaleco y le dio varias sacudidas con ambas manos. Al suelo cayeron danzando en el aire pequeñas motas de aserrín. Dejó el chaleco también sobre la silla, apoyado en el respaldo, con las tres estrellas rojas mirando hacia la cama. Apagó la luz y se metió entre las sábanas.
Soñó con Verónica.

(c) Damián Basiuk
 

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