Manfredo mató a su mamá y no le pasó nada.
Nada judicial, se entiende.
A nivel psíquico, en cambio, el sentimiento de culpa fue chiquito y se pasó en un par
de días.
La mamá de Manfredo tenía noventa y cuatro años de horrible vida y nadie se
asombró por su muerte. Más bien hubo una sensación de alivio entre parientes y
amigos del hasta entonces esclavizado hijo.
La muerte de la mamá de Manfredo decepcionó al Chupador, dejándolo insatisfecho y
ansioso. Matar con una almohada a alguien casi muerto no alimenta.
El Chupador tenía hambre de Muerte y de Culpa; y se retorcía y gemía.
Manfredo también cargaba con una tía, de deplorables noventa y cinco años, demente
senil y sin ninguna intención de morirse en el corto o mediano plazo. Pasaba su tiempo
cayéndose en cualquier lado, insultando a propios y ajenos, y haciendo miserable la
vida de todos, especialmente la de Manfredo.
La escasa culpa por haber matado a su mamá puso a Manfredo en el buen camino.
Cuando la tía fue encontrada tirada en el piso de la cocina, con la cabeza rota, los ojos
semiabiertos y la lengua afuera, en la expresión más bonita que se le recuerda, (la tía
supo ser muy fea), el hecho fue atribuido automáticamente a una de las tantas caídas
de la vieja loca.
La enterraron después de un velorio corto y poco concurrido, dónde lo mejor fueron
unos sanguchitos de miga, y todos sintieron felicidad y alivio por el pobre Manfredo.
Manfredo sintió menos culpa que antes.
El Chupador estaba furioso.
Hubo mucho espanto, chisme y griterío cuando encontraron a Manfredo, al torso de
Manfredo, para ser precisos; todo abierto en un curioso zigzag y apoyado contra un
árbol en la plaza.
La cabeza, hecha un puré sanguinolento, fue descubierta en un descampado, a dos
cuadras.
En realidad, recién ahí el asesinado se convirtió en Manfredo. De las piernas nunca se
supo nada.
El asesino se presentó al otro día, en una comisaría cercana, gritando incoherencias y
todavía cubierto de la sangre que fuera de Manfredo, según se supo de las pericias.
El asesino resultó ser amigo de la víctima. «Un brote psicótico», dijeron los médicos, al diagnosticar a ese tipo que gritaba y lloraba y pedía que lo mataran por haber hecho lo
que hizo.
Los especialistas recomendaron manicomio de por vida y todos sintieron alivio y un
poquito de tristeza por el pobre Manfredo.
De tener boca, el Chupador habría sonreído.
© Jorge Oscar Rossi, 2022
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