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LOVE WILL TEAR US APART
por
Alexis Brito Delgado
Toda sociedad tiene
sus puntos débiles, sus llagas. Meted el dedo en la llaga y apretad
bien fuerte.
Michel Houellebecq |
Al
llegar al Hotel Plaza Keio, situado en el centro metropolitano de la ciudad,
subimos a nuestra suite compartida y dejamos las bolsas de equipaje sobre
la cama. Nathan no había querido que el botones tocara sus cosas: guardaba
una remesa de MDMA recién adquirida capaz de tumbar a un elefante. El edificio,
un imponente rascacielos blanco y ocre de 1450 habitaciones, se alzaba como
un fantasma sobre los bloques de oficinas y centros comerciales de Shinjuku.
Curioso, tomé asiento sobre una silla de policarbono con forma orgánica, y
ojeé el folleto informativo que descansaba sobre la mesa lacada con incrustaciones
florales de nácar.
—¿Alguna novedad?
—inquirió Nathan.
—Lo de siempre
—admití—. Puerto de datos con conexión a Internet 24 horas, aire
acondicionado, televisión por cable con 300 canales, secador de cabello, jacuzzi,
mini-bar, películas de pago, y videófono.
Mi colega fue burlón:
—¿Películas de
pago? —bromeó—. Entonces queda descartado ver porno hentai esta
noche, ¿eh?
—Hemos venido a
divertirnos —Sonreí—. No pienso encerrarme a ver dibujos animados
ni de coña.
Nathan lanzó una carcajada:
—Hablas como mi
madre, Jack.
De inmediato, abandonamos
la habitación y nos dirigimos a la piscina. Mientras descendíamos hacia la
primera planta en un ascensor forrado con paneles espejo y gomaespuma, percibí
que mi colega vestía como siempre: camisa Armani negra, Levi’s azules,
y zapatillas deportivas Nike último modelo. En mi caso, parecía un hombre
de negocios: traje de tres botones Ralph Laurent, corbata Versace (con doble
nudo simple), camisa blanca Calvin Klein, y cinturón y zapatos (perforados)
Hugo Boss. Nathan pareció leer mi mente.
—¿No podías haber
venido un poco más informal?
Hice caso omiso a sus
pullas.
—No tuve tiempo
de cambiarme.
—Sabes que vas
a desentonar en la fiesta, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—Me da igual.
Al llegar abajo, pasamos
de largo la recepción, bajamos unas escaleras, avanzamos por un corto pasillo,
y salimos al exterior. Por el camino, nos encontramos con los invitados y
clientes del hotel; jóvenes que iban de alternativos vestidos con ropas de
marca, puestos de éxtasis hasta las orejas. Subproductos de la cultura del
baile que había vuelto a florecer con la misma intensidad que a finales del
Siglo XX.
—Voy a vomitar
—gruñí—. No soporto a esta gentuza.
Nathan me dio por loco.
—No seas tan duro
con ellos —dijo—. Cuando te hayas tomado un par de copas cambiarás
de opinión.
—Lo dudo. —Señalé
a la peña que bailaba alrededor de la inmensa piscina con forma de riñón—.
Pasé por todo esto cuando tenía 20 años y no me gustó.
Mi colega meneó la cabeza
y añadió con sorna:
—Hablas como mi
madre…
Llegamos frente a la
barra del bar y pedimos unas copas: un whisky de malta para mí y un Bloody
Mary para Nathan. El DJ pinchaba un viejo tema de Trip Hop en la cabina situada
entre las tumbonas de plástico y el servicio de catering. Huelga decir que
los gorrones de turno estaban devorando los entremeses de woton con salmón,
las brochetas de bambú, y los Chutney de piña delineados sobre la mesa de
madera de imitación. La canción me resultaba familiar.
—¿De quién es el
tema?
Mi colega vació la copa
hasta la mitad.
—Massive Attack—explicó—.
Teardrop.
—Un poco desfasado,
¿no crees?
Nathan esbozó una mueca
sarcástica.
—La música de hoy
en día es una mierda —opinó—. Las industrias discográficas sólo
sacan productos comerciales a la calle. Seleccionan a un imbécil elegido entre
miles de candidatos durante un casting. Lo visten a la moda, le dicen cómo
debe cantar, y le escriben las canciones. Después, tienen unos cuantos singles
de éxito gracias a una monstruosa campaña de promoción y se acabó. No se sabe
nada de ellos al cabo de un año.
Tenía que darle la razón.
—Es cierto —reconocí—.
Creo que uno de los vencedores de Crazy Japan se suicidó el año pasado, ¿no?
Mi colega rió con maldad.
—Efectivamente
—repuso—. Su segundo disco no lo descargó ni Dios. Me temo que
se quedó sin pasta para pagarse la coca y las putas. Debería haber vuelto
al andamio del que salió.
La historia había mejorado
mi ánimo introspectivo.
—Trabajaba en la
construcción, ¿no es cierto?
—Sí —convino
Nathan—. En la empresa de su padre si no recuerdo mal.
La noche comenzaba a cubrir la piscina. Sonaba “Baby
One More Time” de Britney Spears. La cosa empeoraba por momentos. El DJ merecía ser colgado del poste de
alta tensión más alto que hubiera por los alrededores.
—¿Y cómo se suicidó?
—Apareció con la
cabeza metida dentro del horno.
Un estremecimiento recorrió
mi espina dorsal.
—¿En serio?
Mi colega terminó su
Bloody Mary.
—Puso el horno
a 250 grados. Supongo que pensaría que estaba calentando una pizza congelada.
El forense lo reconoció por la dentadura.
El cinismo de Nathan
me obligó a soltar una risotada.
—¿Cómo sabes todo
eso, tío?
Mi colega estiró los
brazos con superioridad.
—Lo leí en la Cosmopolitan.
Al acabar la segunda
ronda salimos al exterior. Una brisa helada corría entre las palmeras y los
jardines artificiales. Una treintena de hombres y mujeres danzaban delante
de la cabina del DJ como muñecos de resorte tirados por hilos invisibles.
Dentro, inclinado sobre los platos, un pavo de unos 50 años, ataviado con
ropas holgadas y un gorro con los colores de la bandera de Jamaica, animaba
a los capullos que flipaban con su bazofia. El tema en cuestión era “Livin' On A Prayer” de Bon Jovi. Nathan masculló.
—Como se atreva
a pinchar a Bob Marley te juro que le pego un tiro.
Ambos detestábamos la
música reggae con todas nuestras fuerzas: paz y amor, legalización de la marihuana,
política y religión, temas para fracasados escritos por fumetas perdedores.
Flotar en una nube de euforia causada por hierba de mala calidad no era nuestro
estilo.
—¡Puaj! —Arrugué
la nariz—. ¡Qué peste!
El hedor, seco y áspero
de la marihuana líquida, flotaba por toda la piscina.
—¿Volvemos a la
suite? —propuso mi colega—. Podemos pedir algo de cenar al servicio
de habitaciones y colocarnos cómo es debido.
—Perfecto.
Justo en aquel momento,
las primeras notas de “No Woman,
No Cry” de Vincent Ford, versionada por Bob Marley And The Wailers
llegaron a nuestros oídos. Un griterío alborozado y ensordecedor afloró de
los bailarines. Nathan temblaba a mi costado, furioso, con los ojos abiertos
como platos.
—No me lo puedo
creer —susurré al borde de la desesperación—. Es imposible…
—¡Vámonos! —insistió
Nathan—. ¡No aguanto tanto patetismo!
De vuelta al ascensor,
nos tropezamos con una pareja conocida, que caminaba cogida de la mano. Hacía
casi cuatro años que no me encontraba con Justine y compañía: la sorpresa
me puso tenso como una cuchilla de afeitar. Durante un segundo pensé en ignorarlos
y continuar adelante, pero una vena masoquista y maligna en mi interior tomó
las riendas y me obligó a situarme frente a ellos. Ambos se quedaron mirándome,
sorprendidos, hasta que me quité las gafas de sol Gucci negras. Justine sonrió
y me dio un abrazo.
—¡Jack! —exclamó—.
¡Cuánto tiempo!
Justine había adelgazado
y tenía un moreno que le quedaba bastante bien. Llevaba unas Ray Ban polarizadas,
camisa Dolce & Gabanna, falda vaquera Emilio Pucci, sandalias Vogue, y
un bolso Emporio Armani. Se había cortado el pelo y parecía completamente
distinta: la persona que conocí durante mi juventud poco tenía que ver con
aquella mujer.
—Bien —reconocí—.
¿Y vosotros?
Como de costumbre, Noel
se mostraba tan incómodo como cada vez que se encontraba conmigo, tenía la
impresión de que me consideraba una especie de competidor o algo por el estilo.
Éste vestía un polo Burberry, pantalón Paul Smith, y zapatillas Prada Sport.
—Genial —respondió
Justine—. ¿Qué es de tu vida?
—Trabajando como
de costumbre —respondí—. Llevo una semana encerrado en la oficina.
Tenía ganas de largarme
de allí, no me encontraba a gusto, la pátina de sociabilidad hipócrita que
tenía que utilizar para aquellas ocasiones no casaba conmigo.
—No tienes buena
cara —continuó—. ¿Estás bien?
Mi sonrisa fue una réplica
exacta de la de Nathan:
—Esto no es lo
mío —admití—. Creo que me largaré lo antes posible.
Ambos rieron ante mi
comentario.
—El mismo Jack
de siempre —bromeó Justine—. Pareces más japonés que nunca.
—Tengo un bisabuelo
oriental —repliqué mordaz—. Probablemente se coló en la familia
sin que nadie se diera cuenta.
—Se te nota, Jack.
—Tengo 28 años
—puntualicé—. Ya no soy el crío que conociste, Justine.
Me encontraba a millones
de kilómetros de allí, flotando en un limbo estremecedor, a salvo de mis propios
sentimientos desatados: todo había muerto entre nosotros. Mi despedida fue
brusca:
—Nos vemos. —Me
aproximé a mi colega oscilando los brazos con arrogancia—. Hasta luego.
Justine se quedó un tanto
cortada.
—Adiós.
En la suite, Nathan abrió
la bolsa de viaje y sacó dos pastillas: una cara manga aparecía dibujada en
uno de los laterales.
—¿Qué pasa contigo?
—preguntó—. Tienes un careto que podría espantar a Freddy Krueger.
—Nada. —Abrí
el mini-bar y me serví un generoso Glenfiddich con tres piedras de hielo—.
La mala conciencia.
—¿Mala conciencia?
—repitió—. ¿De qué conozco a tu colega?
—Fuimos amigos
durante mucho tiempo.
Nathan me quitó la copa
de las manos y bebió un sorbo para bajar el MDMA.
—¿Y qué pasó?
—Empezó a salir
con su novio y desaparecí del mapa sin dejar rastro.
Mi colega guardó un segundo
de silencio.
—Suele pasar. ¿Sigues
teniéndole cariño?
—Por desgracia,
sí.
Nathan sonrió con humor:
—Eres un blandengue
—dijo burlón—. Valoras demasiado la amistad. Lo más probable es
que tu amiga se volviera una snob. Por cierto, ¿su novio no es el DJ tan famoso
que pincha en la discoteca Ageha?
—Sí.
—Preferiría mantener
relaciones con el nota antes que con un fracasado como tú, ¿lo captas?
La sinceridad de mi colega
no me molestó: los dos éramos conscientes de que decía la verdad.
—Dame la pastilla
y cierra la boca.
Nathan me puso el éxtasis
en la diestra.
—Me encanta que
tomes ese tipo de decisiones.
Media hora más tarde,
estábamos en la zona VIP del rascacielos, sentados alrededor de una mesa de
granito de Bando con patas de aluminio. En frente, un centenar de personas
de todos los sexos y nacionalidades del planeta bailaban al ritmo de la música:
una mala mezcolanza de Gagaku contemporáneo, Bossa Nova, Jungle, Northern
Soul, y Big Beat. Los temas, sin orden ni concierto, saltaban de los colosales
altavoces Philips y se deslizaban por la pista petada hasta la bandera, haciendo
retumbar las paredes con sus sones. El MDMA había hecho efecto, me encontraba
en un estado puramente contemplativo, con los sentidos despiertos y amodorrados
por la cresta ascendente de la metilendioximetanfetamina. El material, como
de costumbre, era una maravilla. Nathan podía presumir de ser el mejor camello
de Tokio y con diferencia.
—Menuda mierda
de música —protesté—. ¿Has escuchado alguna canción que te guste?
Mi colega meneó la cabeza
negativamente.
—No van a poner
nada que valga la pena, Jack. Admítelo y serás más feliz.
Decidí cambiar de tema.
—¿Dónde pillaste
el material?
—Me lo pasó mi
contacto de Nueva York. ¿Te gusta?
—Le doy un diez.
Luces estroboscópicas
y haces de niebla artificial cubrieron la pista de baile. El frenesí colectivo
aumentó poco a poco, según las drogas, el alcohol, y la intensidad de la atmósfera
sobrecargada aumentaba por momentos. Tuve la impresión de que me encontraba
ante hileras de estatuas de hielo, ralentizadas y congeladas en movimientos
programados, siluetas de origami que buscaban con desesperación un atisbo
de olvido entre la neurosis multitudinaria. Inhalé una bocanada de aire y
me miré las palmas de las manos: cada línea impresa sobre la carne me resultaba
tan ancha como una autopista transcontinental. Metódico, analicé a las mujeres
que danzaban a mi alrededor: sólo había una que valiera la pena. Nathan me
dio un codazo en las costillas.
—Está como un queso,
¿eh?
Mi colega tenía razón:
cuerpo de modelo profesional, metro ochenta de estatura, vestido blanco Yves
Saint Laurent a juego con los zapatos de tacón de aguja Jean Paul Gaultier
adornados con pedrería, cabello moreno cortado con buen gusto. Seguro que
tenía un polvo estupendo. Como es natural, iba acompañada por una amiga inferior
en todos los sentidos: rubia platino de bote, traje oscuro Bottega Veneta
con tirantes cruzados, y calzado rojo Gianvito Rossi. Mi voz fue irónica:
—La morena para
mí y la rubia para ti.
Nathan me enseñó el dedo
corazón.
—Sigue intentándolo,
chaval.
Inmediatamente, aparté
la vista de ellas, por norma el juego de entrar no me motivaba, o me lo ponían
muy fácil o pasaba del tema. Miré de soslayo a mi colega.
—¿Sabes en qué
consiste la seducción?
Nathan alzó una ceja
a lo Roger Moore.
—Ilumíname.
—En que ellas se
hacen de rogar y nosotros tenemos que besarles los pies toda la noche.
Mi colega rió con ganas.
—No olvides lo
de aguantar a sus amigas e invitarlas a copas y material.
—Igualdad de derechos,
¿no?
Nathan afirmó categóricamente.
—A pesar de que
estamos en el siglo XXI todo continua como siempre. Nada ha cambiado. Tenemos
el mismo modus operandi que los hippies que bailaban en Woodstock en los años
60.
De las cuatro pistas
con las que contaba el Plaza Keio, estábamos en la única que resultaba potable:
el resto eran una basura. En aquel instante, un tema increíble, el primero
de toda la noche, llegó a mis oídos sobredimensionado por los efectos secundarios
del MDMA. Reconocí las guitarras, el sintetizador, y el bajo propio del grupo.
Alguien había pinchado “Love Will
Tear Us Apart” de Joy Division. La euforia embargó mis miembros
y me hizo saltar disparado de la silla. Siempre me había fascinado el movimiento
afterpunk. Grupos cómo Siouxsie And The Banshess, Bauhaus, los Sisters Of
Mercy, Adam And The Ants, los Fields Of The Nephilim, los Cure, los Virgin
Prunes, Christian Death, o los propios Joy Division, fueron la banda sonora
que marcó mi pubertad. Antes de darme cuenta, estaba en mitad de la pista,
bailando con movimientos obsesivos y autómatas, moviendo los brazos como un
cyborg. Ni siquiera me había molestado en esperar por mi colega. La letra,
amarga y carente de esperanzas, inundó todas las fibras de mi cuerpo y se
fusionó con mis músculos, nervios, tendones, huesos, y torrente sanguíneo.
When
the routine bites hard
And
ambitions are low
And
the resentment rides high
But
emotions won’t grow
And
were changing our ways,
Taking
different roads
Then
love, love will tear us apart again...
Llegué a primera fila.
Distinguí a Noel ladeado encima de la mesa de mezclas: con razón había escuchado
una canción que valiera la pena. Entusiasmado, sorteé a la peña y estreché
su mano.
—Sólo tú podías
ponerla.
Noel sonrió azorado:
—Gracias, Jack.
Al darme la vuelta, me
di de bruces con Justine, que danzaba con los ojos en blanco. Se había cambiado
de ropa antes de bajar a la fiesta: camisa sin mangas Diane Von Furstengerg,
falda corta Miu Miu, y zapatos con cordones John Galliano. Involuntariamente,
empecé a bailar con ella, imitando a Ian Curtis, contorsionándome en un estado
similar al de los epilépticos. Justine me imitó, con la mirada desenfocada
y borrosa, agitando los brazos como una boxeador. ¿Qué diablos habría tomado?
Conociéndola, sólo iría de alcohol, pero uno no podía fiarse de las impresiones,
tenía muy en cuenta que no había respondido mis llamadas ni mensajes desde
hacía siglos. Para ella era un extraño.
Why
is the bedroom so cold
Turned
away on your side?
Is
my timing that flawed,
Our
respect run so dry?
Yet
there’s still this appeal
That
we’ve kept through our lives
Love,
love will tear us apart again...
Entonces, comprendí la dolorosa belleza del tema y
lo hice propio: la distancia entre la realidad y el mito se fusionó en un
alabastro de cristales rotos y promesas destrozadas. Todo había terminado
entre ambos: nuestro pasado, los buenos momentos, las conversaciones interminables,
las horas de confidencias y revelaciones, las risas y las lágrimas, los años
compartidos… No quedaba absolutamente nada de lo que vivimos, con una
intensidad destructiva, una década atrás. La canción llegó a su amargo final.
Do
you cry out in your sleep
All
my failings expose?
Get
a taste in my mouth
As
desperation takes hold
Is
it something so good
Just
can’t function no more?
When
love, love will tear us apart again...
Un grupo de adolescentes,
cuyas edades oscilarían de los 17 a los 21 años, se reían de mi forma de bailar.
¿Qué demonios hacía Justine con aquellas crías? La tentación de agarrarla
por los hombros, zarandearla y gritarle a la cara aquella cuestión, abrasó
mis entrañas y me arrebató el aire de los pulmones. Sin pensarlo, me distancié
de su figura y encajé las mandíbulas: me sentía como un cretino. Nathan me
observó con sorna, sabía lo que pensaba y experimentaba en aquellos momentos,
el éxtasis nos había convertido en hermanos de sangre. Asqueado conmigo mismo,
reculé unos pasos y me fundí con la multitud, vencido por el horrible nudo
de hierro que apresaba los bordes intangibles de mi alma. Mi colega me pasó
el brazo por los hombros y me llevó al fondo de la pista: dolía saber que
había sobrevalorado a Justine durante tantos años.
Nathan me puso una copa
en las manos.
—¿Estás mejor?
Me ventilé el whisky
de golpe.
—Sí —reconocí—.
Lo superaré.
Mi colega sacó una tarjeta
del bolsillo: el número no era el mismo que el de nuestra suite.
—En lo que hacías
tus pinitos de estrella del rock estuve de palique con nuestras amigas —explicó—.
Creo que la fiesta ha terminado para nosotros.
Me mostré sorprendido.
—¿Amigas? ¿Quiénes?
—La morenaza del
vestido Yves Saint Laurent. ¿Lo pillas o te lo doy por escrito?
Mi malestar desapareció
de inmediato reemplazado por un malicioso sentido del humor.
—Eres un genio.
Nathan mostró los dientes
brillantes con una mueca torcida.
—¿Acaso lo dudadas,
chaval?
De inmediato, nos dimos
el piro hacia el ascensor, la noche sólo acababa de empezar. El recuerdo de
lo que bonito que pudo ser y no fue, remolineó ante mis ojos y se desvaneció
en el olvido. Sin duda el amor nos desgarraría de nuevo…
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