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LA MANO
Por Hugo Aqueveque
Darío venía de una fiesta costumbrista y de su finalización en alguna casa cercana,
estaba totalmente borracho, a más de tres mil kilómetros de su hogar, solo y
sin ningún céntimo en los bolsillos. Había sido su opción, no tenía el dinero
para hacer ese viaje a Chiloé, nadie lo acompañaría tampoco, pero había estado
todo el año planeando la travesía, soñando con el lugar, juntando la plata suficiente
-una enfermedad de su madre lo dejó sin esos ahorros-, y no había obstáculo
posible que pudiera impedir la consecución de su deseo. La gran isla de Chiloé
era su meta; un lugar mitológico, un santuario para tipos como él, amantes de
la magia negra, de lo oculto, del heavy metal más místico y pesado, fanáticos
de Poe, Lovecraft, Bloch, Machen, Hoffmann y Tolkien, seguidores de dioses nórdicos,
devoradores de historias fantásticas, de historias del infierno y del más allá.
Un crédulo con alma aventurera.
Tomó algunas de sus cosas, las más necesarias, las metió en una mochila y enfiló
hacia la carretera, y por ella, a aventones de conductores voluntariosos llegó
a los cuatro días a Chiloé; tierra de supersticiones y tradiciones fabulosas.
Ahora, en ese preciso momento, sumergido en la infinita noche, estaba en la
misma carretera -o casi la misma-, apenas mantenido en pie a consecuencia de
la borrachera, con su mochila cargada a los hombros y una lluvia torrencial
cayéndole encima. Caminaba torpemente, arrastrando sus pies en dirección al
norte, hacia Ancud, hacia el albergue donde estaba alojado. De cuando en cuando
se detenía y miraba para atrás buscando algún vehículo que pudiera llevarlo.
A través de sus anteojos, traslúcidos por las gotas de agua, veía muy poco,
pero le bastaba para descubrir que en la obscuridad que reinaba a sus espaldas
no había nada. Durante una hora no había visto ni siquiera una miserable carreta
en esa torrencial soledad pluvial.
Había estado en la cabaña de unos lugareños, de unos auténticos chilotes, personas
hospitalarias y conversadoras como sólo las hay en las localidades rurales,
y entre trago y trago de "licor de oro" le relataron misteriosas y fantásticas
historias de la isla, justo lo que Darío quería oír. Historias de muertes, de
desapariciones, de espíritus y del diablo mismo. El Caleuche, el Trauco, la
Pincolla, seres y leyendas mitológicas que lo deslumbraban, que desde niño lo
atraían como un imán. "Amigo, aquí nunca hay que andar solo en la noche" le
decían los dos campesinos que estaban tan borrachos como él. "Suceden cosas,
se aparece el diablo botando azufre y fuego por el hocico, se cruzan perros
y niños con colmillos y ojos rojos, espíritus de mujeres que se vengan de los
caminantes solitarios, y brujas come hombres". Pero cada advertencia para Darío
era un desafío, una invitación a lo desconocido, a lo fascinante.
Mientras caminaba por la orilla de la carretera miraba hacia sus costados, la
lluvia producía un ruido extraño sobre ese bosque de pinos altos y de matorrales
espesos, ruidos en la negrura que lo confundían, que lo hacían recordar las
historias que hace un rato los campesinos le habían relatado, pero él no se
amilanaba, al contrario, muy dentro de él se propiciaba el deseo a que ocurriera
un contacto con lo desconocido; ésa era la razón por la que estaba en Chiloé.
No obstante, deseaba con fervor que algún vehículo pudiera llevarlo, el frío
ya calaba sus huesos, y sus manos congeladas no podía meterlas en los bolsillos
del pantalón por el temor a caerse al suelo sin lograr sacarlas de ahí a tiempo.
Su estado etílico era lamentable, y ni el chapuzón obligado al que lo sometía
la lluvia era capaz de despertarlo de su despreocupado letargo. Caminaba zigzagueante
por la vera de la vía guiado por las marcas blancas en el piso, de lo contrario
hubiera podido caminar en mitad de la carretera sin darse cuenta por la ceguera
de su miopía acrecentada notoriamente por los estragos del alcohol. Percibía
movimientos vagos en dirección a los árboles, movimientos de algo que se ocultaba
de repente asociado a ruidos de ramas crujiendo, Darío no miraba de lleno, lo
hacía de reojo, como aparentando no interesarle el asunto, o quizás, no notarlo.
No veía nada concreto. Todo en su visión era un borrón obscuro, un panorama
abstracto. La carretera hacia delante era una gruesa línea negra que se perdía
en el horizonte de una pendiente, una pendiente que por poco tocaba las grises
y densas nubes que cubrían gran parte del cielo, y a través de ellas los rayos
moribundos de la luna atravesaban y penosamente se reflejaban en el suelo. Adelante
no se veían casas, máquinas, personas ni animales, y hacia atrás indudablemente
no los había, Darío estaba solo en ese paraje gótico, húmedo y bullicioso. Sospechaba
que las sombras en movimiento que advertía eran ilusiones por efecto del alcohol,
efecto también de su fértil imaginación, efecto además de su poderosa autosugestión,
pero no lograba sacarse de la cabeza esas inquietantes y absorbentes cavilaciones
fantasmales que lo iban consumiendo poco a poco, demacrando su talante a su
mínima expresión. Los ruidos eran de algo grande, tan grande que se podían escuchar
a pesar del sonido escandaloso del aguacero cayendo. Darío comenzó a asustarse;
se sentía observado. Alguien o algo lo seguía y eso le producía un temor escalofriante.
Sus miradas hacia atrás buscando en la carretera una luz salvadora se hicieron
más regulares, más constantes, hiperquinéticas. Lo que no logró la lluvia lo
estaba logrando el miedo, su cuerpo y su mente lentamente se iban desintoxicando,
llevándolo a la lucidez y al control-o descontrol- de sus reflejos y nervios.
Un ruido sobrecogedor, fulminante, ensordecedor, un traquido que casi le paraliza
el corazón, un susto que estuvo a punto de matarlo de la impresión, un disparo
que sintió como un hacha filuda dándole en la cabeza, un sonido que lo hizo
escuchar a la muerte gritando su nombre al oído. Fue un trueno, un trueno sin
relámpago, o un trueno de un relámpago que no vio, porque después vinieron otros,
cada trueno siguiente lo desarmaba más, cada trueno aumentaba sus ganas de orinar,
sus latidos del corazón, las inspiraciones y exhalaciones de sus pulmones, aceleraba
sus pasos sobre el pavimento. La luz de los relámpagos lo hacía ver imágenes
tenebrosas a sus costados, formas que se movían y se escondían en un lapso de
segundo, sombras de entes de otro mundo. Se apuró, ya se había olvidado de mirar
hacia atrás, y lo hizo de nuevo, y su alegría fue deslumbrante, había una luz,
una luz muy cercana, dos faros en el tempestuoso mar de penumbras., un vehículo
se acercaba como un sereno buque a rescatar al náufrago.
Darío se detuvo a esperarlo, sus pupilas clavadas en los faroles de ese auto
lo tranquilizaban, lo esperó con impaciencia, percutiendo una tonada nerviosa
con su pie derecho en el charco de agua sobre el suelo de concreto. Pero la
panga salvadora no llegaba, se acercaba y se acercaba, pero no llegaba a él,
parecía detenida, parecía interminable el trayecto que los separaba, parecía
una embarcación a la deriva en una tempestad perfecta, una desesperación ingobernable
fue haciendo víctima a sus funciones, se acomodaba el pelo con violencia, se
rascaba la cara y el cuerpo sin parar, zapateaba el piso como un loco, la intolerancia
lo devoraba, un arrebato de ira lo hacía su esclavo, y de improviso, un ruido
a sus espaldas de unas rápidas pisadas furiosas sobre la hierba lo hicieron
estallar, era como el sonido de un león agazapado lanzándose sobre la presa;
Darío dio un alarido potente y lastimero, y salió corriendo en busca de los
luceros del auto que venía hacia él. Corrió apenas unas decenas de metros, las
luces estaban realmente próximas. Era un automóvil grande y antiguo, de un color
obscuro, prácticamente negro. Darío le hizo señas y el coche que venía muy lentamente
se detuvo a su lado. ¡Ya estaba salvado!
Hizo un intento sobrehumano para controlar sus nervios y calmar el impetuoso
torrente que pujaba por sus venas, no valía la pena contar lo que había sucedido,
era muy posible que no le creyeran y se expondría al ridículo gratuitamente,
de cualquier manera, ya estaba a resguardo. Se acercó a la ventanilla totalmente
opacada por las gotas de lluvia, apenas abierta un centímetro, y habló hacia
el interior con su timbre levemente agudizado.
-Bubue. nas noches., vo. voy a Ancud. ¿Me llevaría?
Se escucharon unas risas, unas risas burlonas y roncas; una voz muy fuerte contestó:
-Súbase.
Darío abrió la puerta y se sentó en el asiento delantero, cerró la puerta de
inmediato y el auto lentamente retomó su marcha. Se sacó sus lentes y secándolos
con sus ropas mojadas los guardó en un bolsillo de su chaqueta mientras le decía
al conductor:
-He estado casi dos horas caminando y no pasó ningún auto, me estaba muriendo
de frío., gracias por llevarme- y miró hacia su potencial interlocutor esperando
recibir una respuesta.
Los ojos de Darío no podían creerlo, su pesadilla continuaba, estaba en manos
de los designios del infierno, el mismo Satanás jugaba con su vida. No había
conductor, no había nadie, el vehículo se gobernaba por si solo. Por un acto
reflejo intentó abrir la puerta para arrojarse, pero ésta no cedió, su espanto
lo obligó a levantarse de su asiento y pegar su espalda a la puerta, miraba
hacia el espacio vacío del chofer inexistente con sus ojos reventándose de la
impresión, trataba de entender qué pasaba, pero no había explicación alguna,
el auto lo conducía sin dudas un ser inmaterial invisible a su vista, un espíritu
del reino de las tinieblas, era un auto fantasma así como el Caleuche es un
barco con una tripulación de espectros. Pero su horror no terminó ahí, en un
momento, una mano asomándose por la ventanilla del vehículo tomó el volante
entre las profundas carcajadas macabras de una voz de ultratumba, la mano pálida
como la de un muerto, de dedos larguísimos, huesuda, la mano de un cadáver putrefacto,
guió el volante. Darío en un estado de completo pánico se orinó en los pantalones,
sentía deseos de gritar, pero la voz no le salía, estaba mudo del terror. La
mano lo horrorizaba, lo asesinaba por dentro. Ésta después desapareció, Darío
no podía moverse, estaba paralizado en absoluto, su respiración era la de un
animal asustado, la de un animal que cae en una cruel trampa. Ya con la horrible
visión fuera de su vista intentó mirar por el parabrisas hacia donde lo llevaban,
por muy siniestro que fuera su destino él necesitaba saberlo, se colocó los
lentes nuevamente, pero nada se veía por la lluvia, después de unos instantes
de continua observación notó la blanca barrera de contención de una curva, y
determinó que aún estaba en la carretera, eso lo serenó unos instantes hasta
que la mano volvió a hacer su horripilante aparición sumiendo a Darío en la
desesperación más dolorosa que había vivido en sus veintitrés años de existencia,
su vejiga volvió a funcionar descontroladamente mojándo sus ropas de un calor
urticante. Mientras la extremidad de ultratumba estuvo presente Darío no movió
un músculo y aguantó su respiración con la intención de no perturbar al espíritu
maligno, por lo menos de no llamar su atención. Cuando ésta se hubo retirado,
limpiando la nubosidad del vidrio con su manga, trató de mirar por el parabrisas
de nuevo, una luz de esperanza alumbró su alma, al costado derecho de la carretera
divisó la preciosa lumbre de una posada., ¡claro!, la posada la conocía, la
había visto al pasar en la mañana. Ésa era laúnica salida, ésa era su última
alternativa de vivir; su salvación estaba en lograr llegar a ese restorán caminero.
Intentó una vez más abrir la puerta sin resultados, forzó la manilla sin moverla
un milímetro, estaba muy nervioso, sus manos temblaban incapacitando sus movimientos,
la excitación hacía estragos en sus pensamientos y en sus inestables reflejos,
tenía que salir del vehículo ¡ahora! o moriría ahí mismo. La puerta no tenía
el seguro donde él lo buscaba, la tanteó por el costado con sus dedos, buscándolo,
la cubierta de cuero era gélida, de una temperatura ártica. Para desgracia de
Darío, la cadavérica mano hizo su grotesca aparición nuevamente, y esta vez,
después de mover el manubrio, se abalanzó con sus dedos esqueléticos abiertos
sobre él justo en el preciso momento en que la puerta cedía, Darío cayó al pavimento
golpeándose fuertemente la cabeza y espalda, y dando un grito desgarrador, un
alarido que congeló la noche, rodó por una pequeña pendiente sobre la hierba
mojada; empapado se levantó y emprendió la huida despavorido, cayendo varias
veces al piso pesadamente, deslizándose en forma patética sobre el agua acumulada,
y levantándose nuevamente sin mirar atrás, gateando a veces, arrastrándose también,
vomitó todo el excelente curanto del almuerzo antes de entrar corriendo y gritando
a la posada. Los pocos parroquianos en el lugar se quedaron pálidos y rígidos
pegados a sus sillas, sorprendidos por el alboroto. Darío, en el centro de la
estancia de piso de madera, chillaba frases ininteligibles llorando de terror.
El dueño del lugar se acercó y trató de tranquilizarlo, cosa que logró después
de dos colmados vasos de pisco puro. A los minutos, ya más sereno, sentado en
una silla alta junto al mesón de atención, rodeado de todos los presentes, que
en total sumaban doce personas, Darío contó su escalofriante tragedia.
Al terminar, ellos dudaron, algunos lo dieron por loco y los otros le creyeron
a medias, aunque más por el estado de alteración que tenía que por la historia
en sí, ya que era desconocida para ellos una manifestación espectral de ese
tipo, nadie había escuchado de un auto fantasma rondando por esos lares, era
algo demasiado moderno para pertenecer a Chiloé.
Los doce jueces discutían al respecto, juzgando el relato de acuerdo a sus apreciaciones
y experiencias personales, mientras Darío bebía -por cuenta de la casa- un vaso
tras otro.
En un momento se abrió la puerta de la posada con un sonoro ruido, apagando
las voces de los debatientes de golpe, las miradas se fijaron en la entrada
por donde ingresaron dos forasteros vestidos enteramente de negro. Venían mojados
por la lluvia, eran muy altos, se veían cansados y sus rostros eran severos.
Acercándose al mesón, atravesando como levitando el completo silencio de ese
espacio asfixiante, el más alto, delgado y pálido, mirando fijamente a Darío,
le dijo a su acompañante con una voz ronca y fuerte, como pretendiendo que los
presentes escucharan cada palabra.
-¡Mira!, ahí está el imbécil que se subió al auto cuando lo estábamos empujando.
Lo siguiente que recuerda Darío, son las carcajadas estruendosas que duraron
eternamente mientras estuvo ahí, y sus burlones ecos que hasta hoy día aún retumban
en sus oídos.
(c) Hugo Aqueveque,
Estocolmo, 3 de abril del 2001.
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