Las tribus pendejas de Avellaneda no estaban dispuestas a ser sojuzgadas por las de Lanús. Eso era lo que se desprendía de las últimas masacres. Lanús estaba invadida por hordas avellanedenses.
La situación era tensa, como de costumbre, así que nadie se preocupó demasiado.
Atrincherada en su Cuartel General, conocido vulgarmente como Fort Quindimil, en dudoso homenaje al más famoso Intendente lanusense, la Guardia Vecinal se hacía la desentendida.
En Avellaneda no había Guardia Vecinal. Su equivalente, el Servicio de Vigilancia, solo se molestaba por proteger a los habitantes de los bapriv, que eran los que les pagaban.
A la Guardia Vecinal, en cambio, hacía tres meses que no le pagaba nadie.
Famosa por su desidia, cobardía y falta de sex appeal, la Guardia Vecinal estaba ansiosa por calmar su estómago. De tener adonde ir, todos hubieran desertado.
En lugar de eso, declararon la huelga.
La felicidad cundió por todas las tribus, que ahora podían matarse en libertad y con la atractiva adición de cientos de deptos sellados y baprivs para atacar a discreción.
Sangradores, Ecopibes, Burrosviolantes y otras coloridas comunidades afilaban los cuchillos.
Así fue que las tribus pendejas de Avellaneda ingresaron en territorio lanusense dispuestas a emprender una deliciosa matanza.
A todo esto, la Guardia Vecinal aguardaba expectante el aluvión de llamado de vecinos desesperados.
No llamó nadie.
El nivel de desprestigio y desconfianza en la Guardia Vecinal era tan grande, que los vecinos preferían enfrentarse por las suyas a la hordas y morir en el intento, antes que llamarlos.
Los equipos automatizados de defensa de los baprivs hicieron su tarea con mayor o menor eficiencia y así se vieron atacantes quemados o cegados y vecinos empalados, decapitados y crucificados, según la modalidad de la respectiva tribu invasora.
Como de costumbre, algunos dueños de deptos sellados confirmaron que su vivienda estaba bien blindada y otros descubrieron que no, antes de morir.
Al Intendente Vitalicio lo único que le interesaba era garantizar su supervivencia y para eso contaba con su propia fuerza defensiva, los Mariángeles, un simpático grupo de fornidos degenerados de diversos sexos y orígenes.
Precisamente, ya que estamos, los Mariángeles contaban con el dinero y las armas de los que carecía la Guardia Vecinal.
En esto último pensaba amargamente Boelio, encerrado en el cuchitril que por derecho le pertenecía como jefe de tropa de la Guardia Vecinal.
La huelga no funcionaba y era necesario dar un volantazo, sea lo que sea lo que eso significara.
De más está decir que el 90% de los conocimientos de Boelio se reducían a un montón de frases hechas, de las cuales en su mayoría no conocía siquiera el significado.
Atacar a los Mariángeles, vencerlos, quedarse con sus armas y ganarse la confianza y admiración del Intendente era un buen plan, salvo por el detalle de que jamás la Guardia Vecinal podría vencer a los Mariángeles. Carecían de las armas, el entrenamiento, el valor y, fundamentalmente, la inteligencia para eso.
A pesar de todas estas consideraciones, Boelio llegó a la conclusión de que había que hacer algo. Básicamente, temía ser asesinado por sus hombres, por lo que le pareció mejor que fueran ellos los muertos.
Por eso se puso la armadura, agarró el único cremadementes medianamente funcional de toda la Guardia Vecinal y convocó a su cuerpo de elite, o sea a los peores y más idiotas bastardos de los que podía disponer, los únicos que por su elevado grado de imbecilidad y degeneración podían aceptar seguirlo en su plan.
En realidad, plan es una palabra que quedaba demasiado grande para lo que Boelio se proponía llevar a cabo.
Sorongo, Kachu, Abelardo y Nabogordo eran las denominaciones por las que se conocían a los cuatro bastardos en cuestión. Formaban una cuadreja y compartían absolutamente todo, lo que resultaba particularmente asqueroso en algunos casos, cómico en otros, y deprimente en general.
Boelio les informó que había decidido visitar al Intendente y que ellos cuatro irían en representación de toda la tropa.
Ninguno puso objeciones porque eso habría requerido una capacidad intelectual de la que carecían. Lo miraron como perros hambrientos y cuándo Boelio les tiró un poco de la comida que tenía escondida para ocasiones especiales como esta, fueron suyos en cuerpo y alma.
Les ordenó ponerse los uniformes de gala. Él se guardó mucho de ponerse ese traje colorinche, visible a kilómetros, y se mantuvo con su armadura.
Salieron los cuatro idiotas marchando y Boelio detrás, en el único blindado en condiciones de andar más o menos bajo control.
***
El Intendente lloraba y gritaba, gritaba y lloraba.
A su lado, una de sus mascotas sexuales yacía, destripada, sobre un charco de su sangre.
El agujero en el techo le permitía saber qué era de noche. Los gritos le indicaban que por desgracia no estaba solo, y que eran tribus de Avellaneda las que atacaban.
No se preguntaba por los Mariángeles porque estaba convencido de saber la respuesta.
No iba a esperar la muerte con dignidad, sino llorando y gritando.
***
Boelio pensó que en la Residencia Intendencial se jugaba otra Fiesta Salvaje, plena de luces y sonidos, y por eso avanzó con curiosa despreocupación. Cuándo se dio cuenta de la verdad, era tarde para retroceder.
***
Sootropo el Chancho se proclamaba líder indiscutido de las tribus pendejas de Avellaneda. Más de dos metros de alto y casi 200 kilos de grasa mal distribuida hacían juego con una cara tallada a cascotazos.
En el futuro, los historiadores discutirán acerca de si le decían el Chancho por el tamaño, por la gula, o por la mugre qué lo cubría.
Cuando vio a cuatro idiotas de la Guardia Vecinal marchando con sus ropas de gala, ni le prestó atención al blindado destartalado qué los acompañaba a distancia.
Llamó a gritos a las tres bestias hiperhormonizadas que tenía como lugartenientes y decidió acabar a machete limpio con los cuatro desgraciados.
El ataque se detuvo pues todos los de las tribus deseaban contemplar la matanza.
Cuando Boelio lo vio al Chancho corriendo hacia él y revoleando machetazos sin ton ni son, no pudo creer en su buena suerte…bueno, relativa buena suerte.
Preparó el cremadementes y lo apuntó contra la bestia que parecía galopar a unos doscientos metros.
La duda que atenazaba los testículos de Boelio era el estado del arma. Tampoco creía poder acertarle a Sootropo en plena carrera.
Prudente, Boelio esperó a que el Chancho despachara a sus cuatro acompañantes.
Una vez que hubo descabezado a Sorongo, Kachu, Abelardo y Nabogordo, el brutal e indiscutido líder de las tribus pendejas de Avellaneda se detuvo y rugió de felicidad.
Fue el momento que Boelio aprovechó para accionar el cremadementes. Lo siguiente fue un fogonazo, una explosión, gritos y otras cosas asquerosas que no vale la pena contar.
Al rato, tambaleando y abrazado al humeante y ahora inoperable cremadementes, el jefe de tropa de la Gardia Vecinal bajó del blindado.
Atontado y sin ser consciente de que la armadura le había salvado la vida, fue a los tropezones hasta dónde estaba lo que había quedado del otrora indiscutido líder de las tribus pendejas de Avellaneda.
La cabeza ennegrecida de Sootropo el Chancho chorreaba cerebro por la nariz.
Boelio se paró al lado de los restos del Chancho y solo atinó a dejar caer el arma y abrir los brazos.
A pocos metros, los ex lugartenientes del ex indiscutido líder de las tribus pendejas de Avellaneda le mostraban los culos desnudos.
Más tarde, eran como cien los pares de nalgas peludas las que se ofrecían a su visión.
Diez minutos después, el cerebro de Boelio logró comunicarle a su dueño que esa muestra colectiva de culos era el gesto de sumisión y respeto de los miembros de las tribus pendejas de Avellaneda a su nuevo líder indiscutido.
En eso estaba, cuando los vio salir de la Residencia Intendencial. Con las cosas más o menos tranquilas, los Mariangeles dejaron sus escondites.
Boelio no sabía, y de saberlo no le hubiera importado, que la fuerza de elite bien armada y bien comida había abandonado al Intendente. Lo único que retumbaba en su mente era que ellos comían bien y él no y que ellos tenían muchas armas y él no…y esos simples conceptos se repetían una y otra y otra vez en su cabeza…hasta que explotó:
«MATEN MATENMATENMATEN ARMAS MIAS MIASMIAS»
La horda comprendió el mensaje de Boelio en todos sus matices.
Los Mariangeles también.
Tras la mutua masacre, ganada por las tribus por puro número, los Mariangeles fueron exterminados.
Luego, los pocos miembros sobrevivientes de las tribus pendejas de Avellaneda cargaron las armas del fallecido grupo de elite del Intendente en el blindado, bajo la mirada atenta de Boelio.
***
El Intendente lloraba y gritaba, gritaba y lloraba, cuando una pared se vino abajo y por el agujero pasó el blindado.
El maltrecho vehículo se detuvo a centímetros del escuálido cuerpo del Gran Jefe Municipal.
Este contempló, con ojos desorbitados por el pánico, cómo descendía alguien que, por la armadura, debía ser de la Guardia Vecinal.
***
Los integrantes de la Guardia Vecinal aullaron y se revolcaron de alegría al comprobar que se les habían abonado los meses adeudados. Se sorprendieron, pero menos, por el parcial reaprovisionamiento del arsenal. Como de costumbre, hubo muertos y heridos al probar las nuevas armas.
Algunas tribus pendejas de Lanús festejaron con su nuevo armamento y partieron gustosas a devolverle la visita a sus similares de Avellaneda. Estos seguían buscando a su nuevo líder indiscutido, inexplicablemente desaparecido.
Con varios días de drogas, orgías multigenero y flagelaciones salvajes, Boelio festejó a lo grande la venta del armamento y el ascenso a Comandante Perpetuo de la Guardia Vecinal, otorgado en el campo de batalla por un agradecido y todavía aterrorizado Intendente Vitalicio.
Era el momento de declarar el fin de la huelga.
Aunque, por otra parte…
© Jorge Oscar Rossi, enero de 2023