El Señor Ramírez contempla la escena, mientras finge escuchar a su esposa.
Ramírez se consideraba un hombre mediocre con una esposa mediocre. Consecuentemente, tendría que sentirse a gusto en el mediocre comedor de ese mediocre hotel. Sin embargo, ese no era el caso.
Vacacionaba en las sierras de Córdoba por tercera vez consecutiva y se sentía por completo saturado de cerros y valles y árboles y tierra y ríos y arroyos y calor y bichos y un largo, larguísimo etcétera.
Los otros desgraciados, según calificación de Ramírez, que paraban en el hotel, se componían de una barahúnda de viejos que apenas podían moverse, parejas de jóvenes con dos, tres y hasta cuatro críos caprichosos, llorones, gritones y maleducados, y tres solteronas de mediana edad y aspecto patéticamente gordo, patéticamente flaco y patéticamente estúpido, respectivamente.
Esta noche, junto a Ramírez y su esposa, pacían en el comedor la solterona patéticamente gorda, un jovencísimo matrimonio con un casal de niños que alternaban alaridos de placer con llantos estremecedores, y una dupla nueva, compuesta por padre e hija.
El padre era un viejo atacado de Alzheimer, arterioesclerosis o demencia senil, según se advertía a primera vista, dolencia que combinaba con una pronunciada sordera. Esto último permitía escuchar la conversación que mantenía con su hija. La Hija le hablaba como a un chico y el Viejo le respondía como lo que era, o sea, un viejo loco con el cerebro cortocircuitado por la enfermedad. La Hija entonces lo reprendía como a un niño y el Viejo respondía a los gritos. Este problema comunicacional llevaba un buen rato y el Señor Ramírez contemplaba la escena, mientras fingía escuchar a su esposa.
-¿Y vos a que escuela fuiste papá? – decía la Hija –
-¿Ehh?- contestaba el Viejo
-¿Que a qué escuela fuiste?- aparentaba interesarse la Hija, porque Ramírez suponía que esa historia le era ya muy conocida.
-A los veintiocho años, después que me casé- contestaba el Viejo, sin inmutarse.
– ¡Pero papá, como vas a empezar la escuela a los veintiocho años! Acordate…, ¿qué edad tenias? ¿a ver?
-…
– ¡Papá! ¿qué edad tenias?-
– Diecisiete…
– ¡No digas pavadas, no vas a comer el postre!-
-¡Anda a la puta que te parió!- graznaba el Viejo, que era medio pelado, tenia anteojos y vestía remera azul y una bermuda marrón que lo harían parecer más joven si no fuera porque estaba encorvado, tenía la cara arrugada y llena de venitas violáceas y apenas podía caminar con las piernas flacas y chuecas, siempre llevado de la mano por la Hija.
Después de la puteada, sobrevenía un momento de silencio, como de un minuto, y luego se reiniciaba el diálogo, en idénticos términos.
Al cuarto insulto, Ramírez decidió que la Hija no era una idiota, como había pensado inicialmente, sino una perversa por demás interesante.
No era hermosa, la Hija. Alta y de pelo castaño claro peinado lacio y sin gracia. Ni flaca ni gorda. Si alguien se molestaba en fijar sus ojos en ella, probablemente la encontraría un poco ancha de cadera.
Su físico la condenaba a no ganar ningún concurso: ni de belleza, ni de fealdad, ni de fenómeno. Hablaba como una maestra, pronunciando bien, pretendiendo que su padre la entendiera. Se irritaba como una maestra cuando el Viejo la puteaba, o sea que fruncía nariz y cejas y se erguía tratando de mostrar que estaba por encima de tal vulgaridad.
Sin embargo, el Señor Ramírez quiso pensar que ella sufría con ese padre.
Ramírez se cuidó de comunicar sus pensamientos a su esposa, a quien fingió seguir escuchando durante toda la velada, tal como venía haciendo hace veinte años, intercalando aquí y allá alguna palabra adecuada.
Al otro día y al otro, siguió observando diferentes variaciones de la misma escena, sea en el comedor, la pileta o el salón de estar del hotel.
Fue entonces cuando Ramírez decidió que una parte de la Hija debía estar harta del Viejo, pero otra parte deseaba y disfrutaba sufriendo los insultos y el bochorno y la amargura y la esclavitud de estar con ese desecho. No olvidemos que para el Señor Ramírez, la Hija era una perversa.
La tarde del día anterior al del final de sus vacaciones, Ramírez iba subiendo la escalera para llegar a su habitación, en el primer piso, cuando vio al Viejo, inauditamente solo y disponiéndose a bajar.
Le agradó imaginar que esa cosa enferma y débil se había escapado de su habitación.
-Baje tranquilo- lo animó, haciéndose a un lado.
El otro comenzó el descenso gruñendo, jadeando y pisando con notable torpeza.
El Señor Ramírez confirmó que estaban solos y cuando pasó a su lado, con un pie y un manotazo bien ubicados, lo mandó rodando a la planta baja.
El único ruido que hizo el Viejo fueron las dos veces que su cabeza golpeó, primero contra un escalón y después contra el piso.
Ramírez bajó apurado, para hacer como que pedía auxilio y por si era necesario pegarle una patada en la nuca, pero el Viejo ya estaba adecuadamente muerto, despatarrado y con la cabeza rota aunque no muy ensangrentada.
Como siempre, la recepción del hotel estaba vacía. Ramírez gritó a voz en cuello pidiendo ayuda y recién a los tres minutos apareció una mucama y entonces los dos se pusieron a gritar pidiendo ayuda y tanto gritaron que apareció la Hija y entonces los tres se pusieron a gritar pidiendo ayuda.
Después hubo más gritos, vino una ambulancia, cargaron al muerto y esa noche susurraron todos en la cena acerca de la muerte del viejo loco y de lo loco y viejo que estaba el viejo loco y de que “que barbaridad” y “estaba muy viejo” y “estaba muy loco” y “esto iba a terminar pasando” y “en una de esas es mejor así, porque para estar así de viejo y de loco mejor es estar muerto”. Ramírez fingió escuchar a su esposa y a todos los que hablaban, intercaló aquí y allá alguna palabra y se fue a dormir muy tranquilo.
Al otro día, con las valijas listas y esperando que llegara el remis que lo alejaría de ese hotel hasta el próximo año, el Señor Ramírez vio que la Hija también estaba sacando sus cosas y organizando el traslado para enterrar al Viejo vaya uno a saber dónde.
Ramírez dictaminó que la Hija estaba feliz por haberse quitado un lastre de encima pero que no lo demostraba porque era una perversa. Personalmente, le alegraba haber resuelto el tema. Al Señor Ramírez le molestaba dejar temas pendientes.
Subió al remis con ese satisfactorio pensamiento, listo para continuar su mediocre vida en otro lugar.
© Jorge Oscar Rossi, enero de 2013