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JUSTIFICACION IMPROPIA
Juan Pablo Vitali
Cruzó las vías. La venganza acicateaba
sus pasos, cada vez más enérgicos. Trataba de dominar el odio,
pero no le era posible, comprometía toda su voluntad para lograr ese
control. Era inútil, sólo conseguía caminar con mayor decisión
hacia su objetivo: la venganza.
Era como si el puñal lo hubiera buscado. Lo había visto en la
vidriera una y otra vez, sin decidirse a comprarlo. Dejó pasar el tiempo,
en realidad, no era nada aconsejable que lo tuviera en su poder; lo sentía
como un reflejo de sí mismo, un instrumento de lo que algunos llaman
venganza, pero que él creía era estricta justicia.
Transcurrió un lapso impreciso –acaso meses- y el azar hizo que
el viejo auto se detuviera en la puerta del negocio, por un desperfecto mecánico,
entonces, Roberto Fernández, no pudo evitar dirigir la mirada hacia la
antigua fachada. El lugar estaba cerrado, definitivamente, y no era de extrañar
en medio de la crisis. No obstante, alguien había colocado un precario
cartel, casi ilegible, porque las letras habían sido borroneadas por
la lluvia.
El nuevo comercio, estaba aún más alejado que el original, ya
bastante impropio para un negocio de ese tipo, por lo distante de la zona comercial
de la ciudad. Pero como él no era hombre del centro, aquella circunstancia
lo acercaba más al cuchillo, ya que la calle y el número consignados
en el cartel, sobre la persiana de metal, venían a quedar a unas pocas
cuadras de la vieja casona heredada de sus abuelos, en la zona más vieja
de la ciudad.
Esa noche se fue a dormir cansado, luego de ayudar a cargar el automóvil
en la grúa, para trasladarlo hasta el garage descascarado de su casa,
dentro del cual quedó guardado, después de empujarlo trabajosamente
- se sabe que los autos viejos son sumamente pesados -.
Andar a pie ya le daba lo mismo – en cierta forma hasta era mejor para
él- le permitía reconciliarse con los elementos naturales, sentir
la lluvia y el frío, concebir el empedrado y las antiguas acacias como
algo vivo, tal como lo sentía cuando caminaba hacia la escuela frente
al parque. Así podría pasar a diario frente a la iglesia San Francisco,
y recordar la imagen del Coronel y de Eva, cuando alcanzó a verlos -
saliendo de la ceremonia religiosa de su casamiento -. Aquel día, había
corrido hasta quedar sin aliento, por ese mismo empedrado resbaloso y traicionero.
Entonces quiso ser Coronel, y fue quizás lo único que quiso seriamente
en su vida. Pero no ocurrió así; aquella –supo luego- había
sido sólo una idea loca.
Su condición de transeúnte, lo topó al fin con la nueva
dirección del negocio – si es que así podía llamársele
-, una típica casa de familia, de las que habían sobrevivido en
aquel barrio, desde principios del siglo pasado, y en cuyo living, alguien había
acumulado desordenadamente, los elementos trasladados del local anterior.
Vio el cuchillo de inmediato - ni bien entró -. Estaba al mismo precio
que antes, y era ridículo que así fuera, cuando todo había
aumentado en grande.
La mórbida palidez del objeto coincidía con su objetivo. La empuñadura
de sencillo metal opaco, dificultaba el conocimiento de la aleación,
en cuanto a su composición particular. Pero eso no era lo importante,
sino la presencia del símbolo, su trascendencia.
La hoja, de temible punta, presentaba un doble filo vaceado. Descubrió
luego, que sucesivas capas lo conformaban, al modo de las espadas toledanas,
o de las antiguas katanas japonesas.
En ese momento, el destino inclinó el peso de su balanza –que siempre
es indescifrable-, rindiéndose ante la dimensión donde la duda
está de más, donde son otros hombres los que descifran, y el protagonista
sólo actúa, guiado por fuerzas que lo sobrepasan, y que ponen
de manifiesto su indiscutible pequeñez.
Lo llevó consigo. Fueron sólo unos breves instantes los que le
demandó la compra. El vendedor y él, prácticamente no se
vieron las caras; él, ni se sacó el sombrero – que habitualmente
usaba los días de lluvia o de mucha humedad-, y el vendedor, estaba oportunamente
ensimismado en un partido de fútbol.
Así fue, siempre había sido suyo, aunque la verdadera razón
todavía no le había sido revelada; sus destinos se habían
encaminado a ese encuentro desde el principio, hecho por hecho, concatenándose
desde el remoto pasado de sus días.
Ahora tenía la razón y el instrumento. Con ellos caminaba sin
un plan definitivo –porque se sabe que el azar, hace y deshace los planes
más esmerados-.
Tenía una única idea, un sólo pensamiento trascendente:
reestablecer en un acto – en un solo y simbólico acto- el equilibrio
perdido en un tiempo impreciso del pasado.
Ella era sólo una excusa; tan era así, que ni siquiera terminó
siendo la víctima del agudo filo. El otro –el amigo- también
lo merecía, siendo como era, consciente de la vieja relación.
Ciertamente, podía ser poco el derecho que le asistía, para reclamar
lealtades, en una relación que había sido siempre tan extraña
y sombría. Pero por una vez quería erigirse en juez. Siempre yunque,
quiso justificar su existencia, siendo en una ocasión martillo, aunque
pudiera ser la última.
Detrás de las vías se extendía un territorio desconocido,
pensó en lo interesante que así fuera, porque eso aumentaba los
riesgos, y dejaba que el azar decidiera por él y por los demás.
Conocía sin embargo vagamente, la esquina hacia la cual se dirigía.
Allí había una casa como la suya y un hombre como él, que
nadie recordaba ya, y al que sólo la traición daba entidad - de
no ser por esa circunstancia, pensó- sería como si estuviera muerto.
Lo paradójico resultaba que él, Roberto, era como su espejo, merecedor
de la traición más aún, que de la pretendida lealtad que
reclamaba.
Era el suyo un reclamo justificatorio de sí mismo, porque jamás
sería ya Coronel, ni cosa alguna relevante, pero al menos por un instante
sería soldado; es más, sería un guerrero, firmemente establecido
tras las líneas enemigas, un émulo del otro Coronel, el rebelde
Kurtz, cuya heroica imagen cinematográfica le gustaba recordar, de vez
en cuando.
Siguió hasta la esquina crucial, quizá nada ocurriría,
entonces solamente volvería a empezar, otro día, dentro de meses,
semanas...o años, quizá en otro horario, acompañado por
una idea vaga, sin plazos perentorios, sin un plan fijo. Sería nuevamente
un azar, un hecho prescindible, sin importancia en el infinito universo de los
hechos, pero que iba con él, porque uno y otro eran lo mismo.
Una cuadra y media antes de llegar ubicó un kiosco sobre la mano derecha,
una silueta negra se dibujó entonces, en el rojo de los ladrillos a la
vista. Las sombras iban dominando ya, aquel barrio olvidado por el progreso
urbano, y ocupado por la nostálgica tristeza que origina ser de una época
y parecer de otra, que en realidad te desprecia.
Podía acercarse con total impunidad a aquel hombre, dominado por los
actos reflejos cotidianos, y que en ellos –como a todos nos pasa- se sentía
falazmente seguro. Aprovechó la circunstancia sin pensar en nada más,
y debió acercarse mucho para ver bien al hombre, a través de la
incipiente niebla. Un solo problema lo aquejaba, y era medir el acto final,
que debería ser ejecutado de frente, como lo indicaba el código
que venía a hacer cumplir.
Descubrió que ni una sola gota de sangre lo había tocado. El golpe
fue seco, rápido, preciso, y así como venía, ni bien retiró
el metal de la carne, metió el arma en la bolsa de nylon que sostenía
a tal efecto en la otra mano.
Caminó luego hasta la mitad del camino de regreso, y metió la
bolsa, con el puñal, bajo la lona de un camión que a éstas
horas estará de regreso en Misiones – y francamente no creo, que
al camionero le den ganas de ponerse a buscar el origen de elementos tan comprometedores-.
Media hora después, Roberto estaba en su casa. El barrio era oscuro y
la niebla cerrada. Difícilmente alguien lo hubiera visto regresar.
Venía con suerte, y confiado en ella se fue a dormir.
A la mañana siguiente se despertó tranquilo, puso la radio; todas
las estaciones hablaban de la inseguridad. Todas las noches había algún
muerto, el suyo sería uno más, insignificante, rutina policial.
Arrancó el auto –seguía de suerte-. Por primera vez en la
vida apreciaba un día de rutina. Todos los querían en la oficina,
era buen empleado, buen compañero, la gente se encariñaba fácilmente
con él, como lo hacía con las personas insignificantes, aquellas
personas que nos hacen sentir más importantes de lo que somos. Era una
suerte que fuera así... esta vez, era una suerte.
(c) Juan Pablo Vitali 2005
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