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LA ENTREVISTA
por Antonio Mora Vélez
A Germán Espinosa
y Orlando Mejía Rivera,
con mi admiración y aprecio.
El caballo atravesaba una pradera y sus extremidades de fuego parecía
como si volaran. El jinete que lo conducía iba hacia el llamado Castillo,
que quedaba en la cima de una colina de poca altura en la que remataba una
pendiente sembrada de pastos que servía de alimento a las cabras de
su misterioso habitante. De él se decía que parecía un
ser de otro mundo y que tenia el aliento de un dragón, que no hablaba
con nadie y que solo salía en las horas de la noche, sobre todo en
las de luna nueva, para platicar con la brisa y cogerle el pulso a la oscuridad.
El jinete había estado unos minutos antes en el llamado museo de los
recuerdos y en él había visto una nevera en la que se conservaba
el hielo de los años históricos y algunas de las bebidas que
se consumían por esos tiempos. Había conversado con el actor
que la atendía y éste le había dicho que tenía
varios días que no veía al enigmático dueño de
la vieja casona de la colina.
--¿Habrá muerto? –le preguntó.
--No, no lo creo—le respondió el actor del museo, al tiempo que
lo invitaba a tomarse una soda con sabor y un pan de sal que todavía
le quedaban del anterior suministro de alimentos del pasado.
El jinete saboreó el helado y burbujeante líquido de color ámbar,
hizo un gesto de complacencia con su boca como si catara un trago de vino
de bodega y enseguida empezó a comer el pan, que no era sino pan francés
pero duro y harinoso.
A la entrada del Castillo, el jinete notó la presencia de varios niños
de la escuela de formación para la vida que habían ido a pasear
por los alrededores en busca de aventuras y que se encontraban a pocos pasos
de la puerta de hierro del jardín de la misteriosa mansión.
Al notar la presencia del jinete uno de ellos le preguntó:
-¿Qué se le ofrece, señor?
-He venido a hablar con el dueño, debo hacerlo –le contestó.
El jinete siguió de largo y se dispuso a tocar la cancela de hierro
pero encontró que estaba abierta, entró al jardín y tomó
el sendero con rumbo a la entrada de la casa. Miró la fachada de cerca
y pudo constatar que toda ella parecía una imagen congelada del pasado
porque los barrotes de las ventanas estaban oxidados, las paredes descascaradas
y sin pintura, las puertas carcomidas, muchas de las baldosas levantadas y
partidas, y algunas estructuras abiertas que dejaban ver las varillas también
oxidadas, y porque toda ella estaba cubierta de mugre y polvo acumulados durante
años.
Caminando con la vista al suelo para evitar pisar la basura, llegó
a una alcoba que parecía la principal y que, a diferencia de las demás,
tenia la imagen de las cosas revestidas de actualidad. Estaba limpia, al menos.
Y daba la impresión que habitada, aunque no se escuchaba nada que delatara
la presencia de un inquilino, ni siquiera el zumbido de las moscas que le
había acompañado durante el recorrido inicial.
“Creo que lo mejor es tocar”, pensó e intentó hacerlo
pero la puerta se abrió misteriosamente antes de que sus nudillos la
golpearan y todavía es la hora que no sabe si por la acción
del viento o por algún mecanismo termomecánico o por obra y
gracia del deseo de su residente que, supuso entonces, vigilaba sus pasos
desde algún mirador escondido.
El jinete entró y regó la vista por todo el cuarto y pudo contemplar
lo que parecía ser la apoteosis del desorden pero sin mugre ni desechos,
aunque con un poco de polvo de varios días. Dirigió su atención
sobre las muchas revistas y periódicos anacrónicos acumulados
sobre una mesa sin mantel. Observó los demás muebles: un diván
deteriorado, dos taburetes viejos de cuero y una mecedora de mimbre con muchos
descosidos, un samovar, un aguamanil y una tinaja. Y miró también
los libros arrumados en el escritorio, uno de ellos abierto y separado con
un puñal de plástico. Miró la portada y leyó el
título: El planeta de los simios. Al lado de él, cerrado,
estaba otro libro de menor grosor y pasta más sencilla titulado La
noche de la Trapa, del escritor Germán Espinosa.
Luego de esa visión inicial el jinete decidió buscar al inquilino
en el patinejo y se asomó inicialmente por una ventana con hojas de
madera que estaba semiabierta y por la que se filtraba un olor a flores y
a hierba fresca. El jinete observó todos y cada uno de los lugares
del pequeño descansadero del castillo, desde las reatas sembradas de
begonias y magnolias del fondo, pasando por la fuente central con sus bancas
y sus pequeñas esculturas de ninfas y auras y el surtidor con forma
de ánfora pero sin agua.
Al otro lado de la tapia unos niños recogían frutillas. Los
demás se ocupaban en otros menesteres. Unos cazaban mariposas amarillas,
otros jugaban a la pelota como se dice que jugaban los indios mayas antes
de la misteriosa diáspora y los demás corrían por el
desfiladero tras imaginarios bridontes, montados en sendos caballos de vapor
y blandiendo espadas de luz, con las que hacían explotar como pompas
de jabón las imágenes de los animales fantásticos que
descubrieron en uno de los cuentos de las clases de realismo que tomaban para
saber cómo eran los dioses que amaban y sufrían más allá
del mundo de las páginas y las letras.
Al percatarse que el extraño personaje del castillo no se encontraba
en la parte habitable del mismo, y ver que los niños jugaban en los
alrededores como si nada, decidió ir hacia ellos para preguntarles
por él, porque supuso que lo conocían y podían decirle
en donde se encontraba en ese momento.
Los encontró jugando a la identidad de las cosas y uno de ellos tenía
entre sus dedos un ramito de hojas verdes y preguntaba a los demás
de qué planta eran.
-¿Sabes tú acaso dónde está? –le preguntó
a ese que parecía lideraba la sesión, al tiempo que le señalaba
la pared exterior del patinejo.
-¿Soy yo acaso el guardia de mi hermano? –le contestó
riendo.
-¿Y para qué lo necesita?—le interrogó otro, con
arrogancia, mientras hundía en la tierra una pala que usaba para recoger
basuras.
El jinete se desconcertó un instante por la actitud de los niños,
burlesca la del primero y casi desafiante la del segundo. Y no pudo evitar
una ligera mueca de desaprobación que a los niños les pareció
graciosa.
-Es un trabajo de investigación que adelanto por razones de patria
–le respondió el jinete pocos segundos de meditación después.
-¿Razones de patria?—exclamaron todos en coro.
-¿Y no nos dijeron en clase de ética que la patria había
desaparecido por culpa de la soberbia y el egoísmo de los hombres?
–dijo otro de los chicos.
El jinete se sintió en otro lugar de la historia, como si hubiera olvidado
poner el temporizador antes de salir del cilindro transportador de la nave
Enterprise del capitán Kirk. Luego prosiguió su charla
al notar que los niños seguían expectantes.
-Todo empezó en un cuento titulado El asunto García.
En él, el personaje, un estudiante costeño de apellido García,
se siente asediado por un fauno burlón vestido de levita negra y sombrero
de copa pero al cual se le veían los cascos y los cachos que lo identificaban
plenamente como fauno. Y al parecer, por culpa de esa fauno obsesivo, el personaje
del cuento estuvo en el lugar equivocado y lo mataron en lugar de a Jorge
Eliécer Gaitàn y eso le cambió el rumbo a la historia
de Colombia en esta dimensión de ustedes.
-¿Y al fauno qué le pasó? –dijo el muchacho de
más edad.
-Eso trato de averiguar aunque en el cuento el fauno es un símbolo
para significar esa fuerza misteriosa que algunos llaman azar y que hace que
las cosas ocurran de una u otra manera—le contestó el jinete.
A esta altura del diálogo ni el jinete ni los niños se habían
percatado del acercamiento del extraño residente del castillo que venía
subiendo a pie la ladera. El primero continuó su relato del cuento
y le comentó a los niños que El asunto García
había sido uno de los tres finalistas de un concurso nacional de cuentos
de ciencia-ficción y que si no ganó fue porque a los jurados
se les escapó el detalle del fauno y no cayeron en cuenta que ese era
el verdadero acierto del texto, al menos desde el punto de vista filosófico.
El niño mayor iba a preguntar qué era eso de filosófico
pero los demás vieron que el habitante del castillo estaba a pocos
metros y emprendieron veloz carrera.
-¿Por qué huyen?—alcanzó a decir el jinete.
Los niños le señalaron hacia abajo y el jinete vio al extraño
personaje vestido con una sotana negra, botas también negras y guantes
y capucha del mismo color. Trató de mirarle el rostro pero un antifaz
y una cinta de tela se lo ocultaban casi plenamente.
-¡Huyen de mí! –le dijo el encapuchado con una voz impostada
que parecía salir de un altoparlante-. Pero no tema, no soy peligroso
para ellos ni para usted. Huyen de mí porque me han hecho algunas travesuras
y les prometí un castigo por ello.
Al escuchar esto el jinete se tranquilizó y no dudó en decirle
cual era el objetivo de su visita.
-Vengo a hacerle una entrevista, bueno, si usted no pone reparo alguno –le
dijo.
El hombre de negro lo miró con algo de resignación, como diciendo:
¿Otro? Y lo invitó a que subiera hasta su alcoba.
Unos minutos después estaban el jinete y el llamado
hombre del castillo sentados en sendos taburetes de cuero, contemplando el paisaje
del jardín, la fuente seca con sus estatuas y disfrutando de un par de
cigarros que al enmascarado le suministraban los filibusteros que vendían
artículos de las islas casi desérticas y despobladas del Caribe.
-¿Entonces usted cree que el fauno del cuento vive en esta dimensión?
–le preguntó el anfitrión al jinete, luego de las explicaciones
iniciales acerca del motivo de la visita. Antes le había preparado al
visitante un extraño pero delicioso jugo de frutillas del monte que éste
degustó complacido.
-Sí –le respondió el jinete-. Y la razón me la da
Phil K. Dick. Como usted seguramente recuerda, la novela <i>El hombre
del Castillo</i> de Dick cuenta la historia después de la segunda
guerra mundial tal como él la pensó si en lugar de haber ganado
los aliados hubiera sido el fascismo el triunfador. Los japoneses –como
se cuenta en la obra—hubieran dominado gran parte de los Estados Unidos
y hubieran anticipado en muchos años su extinción como potencia.
El hombre de negro –que seguía sin descubrir su rostro aunque se
había despojado de la sotana, de los guantes y de las botas— le
dijo entonces que no entendía la relación entre el fauno del cuento
y el ejemplo de la segunda guerra. Aprovechó para caminar unos pasos
y señalarle –tocándola-- la fuente seca. “Desde que
desapareció el Estado no hay agua en las cañerías”,
dijo con algo de pesadumbre. “Pero hay allí una relación
de causalidad que no veo en su ejemplo”, concluyó.
El jinete pensó en ese instante explicarle la discusión ya superada
entre el determinismo y la incertidumbre y explicarle que las nuevas técnicas
de la cibernética hacían posible la recuperación del pasado.
Pero prefirió volver al mundo de esa dimensión que visitaba con
frecuencia para investigar eso que él llamaba los ripios de la historia.
-En esta dimensión las cosas no ocurren como en la otra de donde vengo,
fruto de un cruce de hechos y circunstancias –dijo-. Acá hay un
evidente demiurgo que las programa, alguien que ejerce su dictadura mental sobre
los hombres y no les deja otra alternativa diferente a ser lo que él
quiere que sean.
-¿Y? –dijo el anfitrión con evidente interés.
El jinete lo miró fijamente, pensando cada una de las palabras que le
iría a decir enseguida.
-Yo creo que el Jorge Eliécer Gaitàn de mi cuento vive en este
mundo, en esta dimensión escondida de la memoria y creo que puedo recrearlo
para indicarle a mi pueblo lo que perdió por culpa del fanatismo.
Dicho esto bajó la cabeza como escarbando en el recuerdo y le soltó
esta pregunta inesperada al enmascarado: “¿Es usted, acaso, el
personaje de un cuento de ciencia ficción?”
El hombre cambió de semblante, frunció el ceño y los labios,
cambios que el jinete no alcanzó a ver por el cubrimiento del rostro.
-¡Sí! –contestó secamente-. Pero no el que usted se
imagina y es usted el quinto en venir a hacerme perder el tiempo con sus preguntas.
El jinete se quedó mudo con la respuesta y trató de levantarse
con la intención de despedirse y ponerle punto final a la entrevista,
pero el misterioso entrevistado lo detuvo.
-Perdóneme pero no ha sido mi intención rechazarlo –le dijo-.
Lo que pasa es que usted no conoce el drama de mi vida en esta dimensión
–agregó.
La noche empezaba a llenar de oscuridad el castillo y los alrededores. El hombre
enmascarado encendió un par de velas para disiparle el temor al jinete.
Los niños ya estaban bien lejos del castillo, durmiendo en ese otro lugar
que los dioses diseñaron para que los niños fueran felices y contagiaran
de felicidad a todos los demás niños del mundo.
-Le voy a contar ahora mi historia -le dijo al visitante, mientras se acomodaba
en el diván-. En ella también tiene que ver un cuento, como en
su caso. ¿Recuerda usted <i>La noche de la Trapa</i> de Germán
Espinosa? –le preguntó,
-Sí, lo leí hace muchos años y lo estoy viendo en la mesita
de esta alcoba con las mismas letras rojas y el fondo negro de la edición
de 1965.
-Pues bien, si recuerda el cuento sabrá que un científico de nombre
Melchor de Arcos había convertido a dos chimpancés en hombres
y que uno de ellos llamado Chip huyó y que al otro lo asesinó
de Arcos en el instante en que lo encontró disfrutando del sexo con su
esposa y en su propia cama.
-Así es –respondió el jinete-. Y recuerdo el final del cuento,
cuando Melchor de Arcos llega al Monasterio Trapense para purgar con el enclaustramiento
su crimen y constata que el monje que lo recibe, Fray Roberto de Clarabal, es
el mismo simio Chip a quien él había convertido en hombre y que
se había fugado de su laboratorio.
El jinete hizo una pausa y reparó en el libro que estaba sobre la mesa
de centro. Luego prosiguió.
-Lo que no entiendo es ¿que tiene que ver el cuento con usted?
-Mucho –le dijo el enmascarado. El cuento terminó donde usted dice
pero la historia no. Después ocurrió que Melchor de Arcos, aún
dolido por su fracaso, intentó matar a Fray Roberto de Clarabal, a Chip,
sin permiso de Espinosa y que éste, para evitar la truculencia y dejar
que el cuento terminara en el momento preciso, decidió borrar esas escenas
de la historia publicada y los condenó a vivir, a Arcos y a Chip, en
este limbo que forman los borradores archivados de los escritores.
El jinete aspiró una bocanada del cigarro que le había obsequiado
minutos antes el anfitrión y se quedó un rato pensando hacia adentro,
como buscando la mejor explicación de lo que diría después.
La noche era acompañada por un viento frío que silbaba como en
las viejas películas de ultratumba y que se metía por las rendijas
de ventanas y puertas del castillo y cerraba las que estuvieran abiertas.
-En el cuento de Germán Espinosa –dijo el jinete—el escritor
se realiza con el progreso intelectual de uno de sus personajes, el tal Roberto
de Clarabal; pero en el citado por mí, en El asunto García,
el escritor quedó inmerso en una duda que lo atormenta porque no sabe
qué desear más, si la muerte de Gabriel García, el escritor
costeño que estaba en el lugar equivocado o la del caudillo liberal Jorge
Eliécer Gaitán. ¿Se imagina usted lo que hubiera sido de
Colombia con Gaitán de presidente?
-Algo he oído de eso –dijo el hombre del castillo--. Sé
de una región de esta dimensión en la que vive un abogado penalista
de apellido Gaitán que se salvó en un cuento de un escritor Mejía.
-Me gustaría conocerlo...
-No se lo recomiendo. Me han dicho que él, agobiado por la soledad de
estas páginas y al saber que para que él viviera tuvo que morir
un escritor que hubiera ganado el Nóbel, se ha dedicado a la bebida.
-Y bien que lo sé –respondió el jinete-. Como que he sido
yo quien le salvó la vida para que entonces viviera en esta dimensión.
-¿Ha sido usted quien lo ha mandado a la papelera de reciclaje? –preguntó
el entrevistado- ¿Y a propósito, quién es usted?—insistió
con firmeza y evidente curiosidad.
El jinete dudó unos segundos antes de responder. Pensó en toda
la historia del cuento, la utilizada y la desechada. En lo triste para la literatura
si el costeño estudiante de Derecho hubiera muerto como lo conjeturaba
El asunto García y de él se supiera apenas por el informe
de policía que daba cuenta de su muerte y que relacionaba el párrafo
inicial de La casa, la que sería su gran novela. Y le respondió
al ermitaño de negro con la seguridad aprendida en las muchas lecturas
que tuvo que hacer antes de decidirse a escribir su primer texto.
-Digamos que soy un poco ese Gabriel García que murió asesinado
en mi cuento o uno de los muchos autores que andan en busca de personajes, pero
la verdad, soy el escritor Orlando Mejía, autor del cuento El asunto
García, y estoy investigando en esta dimensión para escribir
el cuento de Gaitán vivo en un país que evitó la tragedia
del 9 de abril y los gobiernos conservadores, liberales y uribistas que le siguieron...
El hombre del castillo dejó escuchar una breve risa que parecía
fingida, una especie de “Ja Ja Ja” actoral que minimizaba la importancia
de la anterior versión.
-¿Y eso es todo? ¡Lo mío sí que es importante! –expresó.
El jinete miró al enmascarado un instante, con enfado por su pedantería,
y al caer en cuenta que tampoco sabía de quién se trataba, le
preguntó:
-¿Y usted quién es?...¿Porque yo tampoco sé quién
es usted?
El enmascarado sonrió, viró su cuerpo a un lado y se llevó
las manos a la cabeza.
-¿Por qué cree usted que ando con la cara cubierta? -le contestó
y empezó a quitarse el antifaz y la cinta de terciopelo que le cubría
la boca y el mentón-. Yo soy Fray Roberto de Clarabal y tuve que escapar
del monasterio trapense para evitar que el científico Arcos me mutara
nuevamente en simio, lo que logró parcialmente.
Al tener la cara descubierta levantó la cabeza y dijo con la voz quebrada.
- ¡Mire mi rostro mezcla de humano y de primate!
-¡Ah bestia! –exclamó en voz baja
y con desilusión, el escritor Mejía Rivera.
(c) Antonio
Mora Vélez 2007.
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