ELENA ESTÁ…

(Ilustración del artista cubano Abel Ballester)

(Ilustración del artista cubano Abel Ballester)

 

Echado a cuatro patas, el Sapo estaba lamiendo con evidente placer el agua estancada al lado del cordón de la vereda.

Tenían, el agua y el Sapo, un aspecto repugnante y por eso se llevaban tan bien.
¡Ta buena!- gritó.

Cinco Sapos salieron de las sombras y se unieron al primero. Ahora abrevaban apresuradamente mientras el Sapo-catador giraba su cabeza en actitud vigilante.
Vigilando estaba cuando la bala le atravesó el ojo derecho. Los otros no se enteraron porque se encontraban muy ocupados muriéndose.

El Ecopibe del rifle se acercó lentamente. La oscuridad era tal que tuvo que usar el visor infrarrojo del arma para asegurarse que todos los Sapos habían recibido su bala.

Esta bien.- susurró a su auricular. Aparecieron dos Ecopibes más, lo cual hacía tres muchachos altos, delgados, limpios y vestidos a la última moda reciclable. Contrastaban con los seis cadáveres, tan rotosos, tan mugrientos y con esa carne fofa y verdosa que los delataba.

Los recién aparecidos traían cada uno un bidón de cinco litros, un aspirador portátil y una encantadora sonrisa. con rapidez rociaron los cuerpos con un liquido espumoso. En menos de cinco minutos los Sapos se redujeron a un montón de polvo azulado que fue prontamente aspirado y olvidado.

Cuando Stannio llegó solo vio dos bidones, dos aspiradores, un rifle y tres Ecopibes con expresión satisfecha. Los hubiera puteado pero no pudo, porque tuvo que esquivar el balazo que le dedicaron.
¡No jodas!- le gritó el del rifle.

Por supuesto que no jodió. La única arma que portaban los Guardias Vecinales era una barra de acero cómicamente llamada «bastón de mando» y que, para peor, brillaba en la oscuridad. Stannio también llevaba un antirreglamentario revolver, pero solo para casos de necesidad extrema.
Corrió cincuenta metros hasta llegar a la esquina y desde ahí se permitió espiar.
El trío ya no estaba.

 

Stannio no era un buen hombre. En Lanús, un tipo gordito que mide un metro sesenta, tiene casi cuarenta años y sufre de pies planos y escasa aptitud para la tecnología, definitivamente no es un buen hombre.
Tres años atrás, el hambre le hizo ofrecerse para un puesto en la Guardia Vecinal. Teóricamente, su tarea consistía en recorrer, de ocho de la noche a ocho de la mañana, una zona comprendida por las avenidas Quindimil, San Martín, Pavón y Perón. Veintiún manzanas para que él, solito y de a pie, les hiciera sentir el rigor de la ley a todas las tribus pendejas.
En la práctica se la pasaba escondiéndose y molestando a los chicos lo menos posible. Tampoco era cuestión de quejarse mucho porque corría el rumor de que el Intendente pensaba disolver la Guardia.
«La gente dice que es muy cara».
Como todos sus compañeros, Stannio jamás notificaba las matanzas.
A la Municipalidad y a la gente no les gusta enterarse de esas cosas. Si no se dice nada es como que no pasa nada. No hay crímenes. Así que los asesinatos intertribales no se informan, el índice de criminalidad se mantiene bajo y todos más o menos contentos.
Stannio pensaba en eso, mientras se escabullía a uno de sus refugios, cuando lo vio. Estaba tirado en un charco de agua y sangre, justo en la esquina de Bolivia y Portela. No tenía el aspecto de los Sapos, ni el tatuaje de los Ecopibes ni las señales de las otras pendejas.
Lo sacó del charco y al primer manoseo de reconocimiento encontró la tarjeta de identificación.
Stannio parpadeó atontado.
«¿Qué mierda hacía un Vecino en la calle y a la noche?».
La tarjeta decía que el tipo se llamaba Marco Pérez, que tenía treinta y dos años, que era casado y que su domicilio se encontraba a diez cuadras de ahí. Si la Municipalidad le hubiera dado un lector, Stannio hubiera podido saber toda la vida de ese hombre pero tenía que conformarse con la información visual.
«¿Qué mierda hacía un Vecino en la calle y a la noche?».
«Y ahora…¿Qué carajo hago?». Aquí no se trataba de unos cuantos Sapos muertos.
Se imaginó la situación:
«-Hola, Stannio, cuarenta y cuatro barra b, a base.
-¿Qué pasa?
– Notifico un homicidio.
-¿A sí?, mirá vos, que terrible.
– El muerto es un Vecino.
– …
– Repito, el muerto es un Vecino.
– …Stannio, sabés como son estas cosas. Presentate a la base. Considerate suspendido y arrestado.»
Eso siempre y cuando funcione el teléfono.

«Los Vecinos pagan impuestos y trabajan. La Guardia Vecinal existe para protegerlos. Pero los Vecinos presionan al Intendente para que disuelva la Guardia Vecinal porque es inservible y cuesta mucho. Pero la Guardia Vecinal es inservible porque no cuenta con los hombres ni con el equipo suficientes. Pero dotar a la Guardia Vecinal con los hombres y el equipo suficiente cuesta dinero. El dinero se consigue con los impuestos. Los Vecinos pagan impuestos y trabajan. La Guardia Vecinal existe…»
Era un muerto que daba gusto.
Stannio lo miraba casi con envidia. Apreciaba su aspecto cuidado, elegante y sano a pesar del barro y la sangre. Un muerto lleno de vida, eso parecía: piel bien atendida, pelo rubio, ojos claros, rostro agradable, ropa de calidad…
Lo único que estropeaba el conjunto era la garganta, desgarrada con algo así como un tenedor del tamaño de una mano. Sin embargo, Pérez tenía aspecto de haber sufrido.
Sin saber porqué, Stannio decidió que convenía hacer una visita a la casa del tipo antes de notificar. Si es que notificaba.
El guardia dudó entre dejar ahí el cadáver o llevarlo a uno de sus refugios. Finalmente, se le ocurrió que si los chicos de alguna pendeja querían hacerle algo al muerto, tal vez fuera mejor. Por eso, Stannio abandonó a Marco Pérez y cada cual siguió con lo suyo.
«-…lo siento, señor Stannio…falleció…puede pasar a verla si quiere…Eh…señor»
«Elena está…muerta…muerta…¡muerta!…». Ahora estaba solo. Era lo único que podía pensar hasta que fue saliendo del estupor para caer en cuenta que todo había sido por su culpa.
Hay tipos para todo. Hay gente a la cual le gusta la basura. Hay personas que disfrutan oliendo mierda. Hay quienes la comen. Otros encuentran excitante el olor de los gases tóxicos. Incluso, conozco a uno que se masturba mirando una muñeca inflable cubierta de brea.
Para toda esa gente, Lanús es hermosa.
Los Vecinos de Lanús pagan impuestos, lo cual significa que pueden tener viviendas propias y se les permite conectarse a la red empresarial informática para así tener un trabajo con el cual poder pagar los impuestos y sobrevivir.
El sueño de todo Vecino de Lanús es llegar a tener el dinero suficiente para poder irse a vivir a un Bapriv y olvidarse de las tribus pendejas, del miedo, de los demás Vecinos de Lanús y de la existencia de un lugar llamado Lanús, inclusive.
Y, ¿Qué hay de aquellos para quienes Lanús es hermosa?.
Bueno, esos viven en otro lado.
La casa de Pérez era típica: un cubo de acero y hormigón con su correspondiente puerta blindada al frente para sacar el auto de cuando en cuando. El techo sería de vidrio fotoprogramable con protección ultravioleta (mentían los fabricantes) y totalmente irrompible (seguían mintiendo). Era parecida al corral donde Stannio vivía junto con los otros veintinueve Guardias Vecinales, solo que un poco más chica. Esta casa tenía, como mucho, unos cuarenta metros cuadrados, bien cuadrados, de superficie. Estaba ubicada a mitad de cuadra, entre un baldío y un edificio abandonado.
Stannio acercó su tarjeta al visor. Si lo dejaban entrar sería un milagro. Rezó porque no tuvieran un sistema protector ilegal. Cinco guardias habían muerto el último año por esa causa. «Bueno, son cosas que pasan», dijeron.
– ¿Qué quiere?- La voz había sido programada para tener un tono intimidatorio, pero solo un estúpido puede asustarse con una grabación.
Stannio se asustó.
– Soy el Guardia Vecinal Stannio.- Eso ya lo decía la tarjeta. Hasta el color de sus hemorroides figuraba en la tarjeta.
– ¿Qué quiere?
– Quiero entrar.
– ¿Para qué?
– Eh…tengo que hablar con algún familiar del señor Marco Pérez.
– ¿Para qué?
– Eh…misión oficial…
– Falso. Retírese.
Stannio iba a replicar cuando sonó el pitido de su teléfono. Recién ahí se dio cuenta de su error.
Stannio también había sido un Vecino. Portela 1423, su dirección. Tenía su casa, su trabajo (diseñaba ropa), su P.C.L. y la tenía a Elena, con sus ojos grises, su cabello rojo y esa sonrisa que casi lograba que él creyera en Dios.
Elena era arquitecta, asistente en un equipo que estaba proyectando un nuevo Barrio Privado en Sarandi. «Setenta hectáreas de parque, árboles, huerta comunitaria, servicios, sol, aire limpio y absoluta protección», diría la publicidad.
Si el proyecto se aprobaba y el Bapriv se construía, los honorarios de Elena serían una casa en ese lugar. Ellos creían poder pagar las cuotas de permanencia. Llevaban ahorrado bastante y el futuro podía ser aún mejor.
Pero a él se le ocurrió pasear.
– ¿Pasear denoche? Pero…vos locosos- le dijo Elena.
Se habían estado haciendo todo lo que se hacen los amantes durante una buena parte de la noche y, después de esas ocasiones, a Stannio siempre le entraba una perversa inspiración, como un arrebatado atrevimiento, una imperiosa necesidad de hacer algo osado, algo difícil. Pero sabía contenerse…hasta esa noche.
– Sí. Quiero salir de esta cueva demierda…¿porno?…me siento bien,con ganas dever cosas.
– Miremos pantalla.
– No, noquiero pantalla. Quiero andar porahi conelauto…eeeh….¿Quepasa?, acompañame…¿eeeh?
A Elena todavía le reverberaban los ecos del orgasmo. Tal vez por eso aceptó.
Usaban poco el coche, un Mitsu 15. En los últimos tres años habían salido dos veces de la casa. Una vez para una fiesta personal que daba, en su Bapriv, el jefe de Stannio (el tipo era un excéntrico); y otra porque el sistema de computación hogareño se habia muerto. Sin sistema para trabajar, incomunicados, aislados en el medio de la nada, tuvieron que salir y escapar. Había sido el máximo terror de sus vidas. Imaginarse a los Sapos, tan asquerosos, o a los Degüellos o a los Ratasblancas o a cualquier integrante de una tribu dentro de la casa les daba pánico.
Si el sistema se moría y uno no tenía un coche para salir de ese lugar desprotegido en que se había convertido su hogar, lo mejor era matarse.
Mientras estaba ahí, parado como un tonto, la computadora hogareña se había comunicado con la base, informando la visita y preguntando el motivo para algo tan extraño. En la base le habrían respondido que no sabían nada. El resultado era que ahora no solo le habían negado el acceso a la casa sino que en ese momento lo llamaban de la base para saber que carajo pasaba.
Stannio desconectó el teléfono y le gritó a la casa:
– ¡Déjenme entrar, carajo!.
Así siguió un buen rato y cuando casi no tenía más aliento, le abrieron la puerta. Stannio se sorprendió. Solo quiso desahogarse. Jamás se le ocurrió que le permitirían pasar.
Lo recibió una mujer alta, joven, delgada, pálida y que podría ser bonita si no estuviera tan aterrada. Temblaba de arriba abajo y su cara se retorcía desde la frente hasta la barbilla en muecas espasmódicas. Con un muy desarrollado sentido del humor negro, uno se hubiera reído al verla. Stannio no estaba para esas cosas.
«Esta se toco con algo o ya es loca de por sí», pensó el guardia.
– Calmate piba, ¿quepasa?, ¿eeh?…nopasa…¿eeeh?.- A Stannio, cuando hablaba con alguien en persona, le gustaba hacerlo en criollo, especialmente si se trataba de mujeres.
La chica se fue calmando de a poco, pero todavía temblaba cuando preguntó:
– ¿Dondetá Marco?
– ¿Cuál?
– Marco, mi macho.
– ¿Quelepasaa tu macho?
– ¡Vosabes!
– Tranquila, nopasa…
– ¡Vosabes!, poreso estasacá…¿lo mataron?, ¿eeeh?, ¡Contestá!…¡Contestá guacho puto!…
La mujer siguió subiendo el tono de la voz y de las puteadas hasta que Stannio estalló:
– ¡Sí!, ¡Lo mataron putademierda!…¡¿ y qué?!…¡YO LO MATÉ!
El guardia no llegó a asombrarse de lo que había dicho, porque la chica se le tiró encima.
Pelearon como dos locos, sin plan, sin orden y sin ideas. Ella era fuerte y estaba enfurecida, hecha una fiera que golpeaba, arañaba y pateaba. Stannio al principio solo atinó a defenderse, pero después empezó a dar.
Con la primera trompada, se dio cuenta que había mentido para poder pelear.
Cuando la derribó y se montó sobre su estomago y le retorció las tetas hasta casi arrancárselas y la sintió aullar de dolor, comprendió que hacía tiempo que deseaba hacer algo así.
Al sexto cachetazo se acordó de Elena.
La penetración y la sangre hicieron que se sintiera un hombre.
El orgasmo le dictó el camino.
El motor eléctrico apenas zumbaba.
A ciento setenta kilómetros por hora, uno puede llegar a sentirse el mismísimo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, adicionado con el buen viejo Satanás y condimentado con toda la venerable mierda teológica.
«Nada existe cuando se vuela por la Avenida Pavón», era la cantinela mental de Stannio. Elena, a su lado, se sentía igual o mejor todavía. O peor, según se vea.
El biosint que se habían dado en la yugular era caro pero valía la pena. Se llamaba «Glamour Savage» y producía varios efectos: daba coraje, decisión y hacía que la conciencia del propio cuerpo aumentara notablemente. Uno «sentía» sus brazos, sus piernas, su torso y percibía toda su potencia, toda su carne y su sangre; toda su animalidad. Los sentidos se volvían más poderosos: el pelo de Elena parecía más rojo, el vello en los brazos de Stannio se veía más abundante y el olor de sus entrepiernas les llegaba por violentas oleadas, casi como azotes.
Era la última sofisticación en biosinteticos. No causaba adicción, no producía efectos desagradables no dejaba resaca al terminar.
Stannio gritaba:
– ¡Telaclavaría ahora mismo!
– ¿Yyyy…?, ¿Noteatreves?
Todavía quedaba un resto de cordura:
– …tendría que soltar el volante…
– ¡¿Yyyy…?!.
Era demasiado argumento para un hombre «Savage». Stannio se abalanzó sobre su mujer y solo recordó que había estado manejando un auto lanzado a toda velocidad cuando se despertó después del desastre.
No se debe salir de la casa con el «Glamour Savage» puesto.
Juanita tenía pechos suaves y blancos, con pezones rosados.
Stannio mordía, chupaba y acariciaba.
Mientras tanto, los ojos de Juanita permanecían abiertos y vidriosos. De su boca entreabierta salían los pocos gemidos que podían colarse a través de la sangre. Los labios estaban menos rotos que su voluntad.
Hacía tiempo que había dejado de tener miedo. Fue más o menos a la altura de la décima trompada. Ya no se acordaba de Marco, ni de la discusión que habían tenido con Marco, ni del miedo que había sentido desde que Marco salió de la casa a caminar, ni del horror a quedarse sola si algo le ocurría a Marco.
Stannio mordía, chupaba y acariciaba.
Juanita tenía pechos suaves y blancos, con pezones rosados.
– Jooojooojo.
Stannio se arrastró fuera del auto y solo al salir se dio cuenta que también había estado llevando a Elena.
– Jooojooojo.
Miró en dirección a las voces pero no distinguió nada. Se pasó una mano por la cara y notó que sangraba por la nariz, la frente y la boca. Se volvió hacia Elena. No parecía muy lastimada pero estaba inconsciente.
Los Sapos empezaron a mostrarse.
– Jooojooojo- le dijo el que iba adelante. Después sacó la lengua y guiño un ojo. Era gordo, fofo y verdoso como todos esos infelices que lo acompañaban. Sintiéndose comunicativo, continuó:
– ¿Noss dasel…eh…auto?…notevamosacer nada.
Stannio observó el coche. Había derrumbado una pared y estaban en un baldío. Si hubieran usado el cinturón no habría pasado nada. Si hubiera conectado el piloto no hubiera pasado nada. Por último, si no hubiera sido tan imbécil como para salir del auto, los Sapos no podrían hacerle nada.
El coche estaba intacto. Una pared semidestruida no es rival para el blindaje.
– Tengo queiralospital, después quédense conelauto.
Lo máximo que los Sapos podían hacer era dar unas vueltas. Un coche no les servía para otra cosa. Lo único esencial para un Sapo es la comida.
Precisamente:
– ¿Hay comidaahi?- El Sapo Jefe no terminó de preguntar que ya estaba husmeando por el interior del auto.
– Jooojooojo.- Decían los otros. Stannio no podía saber cuantos eran. Tal vez cinco, pero podía haber más.
– Hospital…¿entienden?.
– Somos tontos, los Sapos somos tontos.- Entonó patéticamente el coro.
Stannio pensó que los que se alimentan exclusivamente de basura contaminada no pueden tener un coeficiente intelectual muy alto. Sabía que los Sapos no eran peligrosos, salvo que fueran muchos y uno les llevara la contraria. Las otras tribus solían masacrarlos.
– Los Sapos somos tontos, los Sapos somos tontos…
Stannio iba a decir algo cuando el Sapo Jefe se desplomó al lado del coche.
– Me gustó…me gustó muchísimo…teloagradezco…avosya…Marco…seguro que fue un buen tipo, un buenbuen tipo…¿eeeh? como yo…como yo, ¿no?…un buenbuen tipo quequiso caminar un rato…¿eeeh?…¿tequedaste sola?…¿eeeh?…esfeo estar solo…nomegusta eso…¿entendés?…¡¿entendés?!…¡¿eeeh?!…¡estuvo bueno putamadre!…
Stannio hizo otra pausa para meterle un último balazo al cadáver de Juanita. Luego continuó:
-…perrosputosdemierda…eeeh…esteee…por casualidad, ¿vosno tellamarás Elena?.
Llegó al hospital, con Elena en brazos, cinco horas después del choque. Tenían las ropas destrozadas. Los Ecopibes mataron a todos los Sapos y se divirtieron con ellos todo ese tiempo. Como tuvieron la suerte de no ser considerados antiecologicos, Stannio y Elena fueron dejados vivos, sangrantes pero vivos; mientras los Ecopibes seguían reciclando por otro lado.
Recién entonces, Stannio pudo caminar la única maldita cuadra que separaba al hospital del lugar del accidente. Esta en la misma avenida. Al principio, no se había dado cuenta que estaba tan cerca, pero después, incluso pudo contemplarlo largamente cuando tuvo que quedarse echado boca abajo para que un Ecopibe le rastrillara la espalda con algo desconocido pero muy cortante. A pesar del dolor, se esforzó en levantar la cabeza y mirar al hospital. Ese enorme cubo grisáceo erguido en medio de una manzana vacía. Los Ecopibes premiaron ese gesto de valor con risotadas y alguna que otra patada a la cabeza.
Tardaron una hora, quizás más, en permitirles entrar y eso bajo la exclusiva responsabilidad del Director del hospital, un tipo especialmente sensible. Como no llevaban ninguna identificación, no los atendieron hasta que, media hora después, llegó la información, chequeada y vuelta a chequear, sobre sus nombres y estados crediticios. Cuando todo estuvo a punto le dijeron…
– …lo siento, señor Stannio…falleció…puede pasar a verla si quiere…eh…señor…
«Elena está …muerta…muerta…¡muerta!…». ahora estaba solo. Era lo único que podía pensar hasta que fue saliendo del estupor para caer en cuenta que todo había sido por su culpa. Porque sentía que su culpa, primordial, abarcaba la de todos los demás.
En el mismo hospital le comunicaron que había sido desconectado de su trabajo por «evidenciar un comportamiento inadecuado cuando consumía biosinteticos».
Sin su sueldo y el de Elena tuvo que dejar la casa.
¿Alguien puede darle un trabajo al pobre Stannio?
«Señor Stannio, ¿escuchó hablar de la Guardia Vecinal?».
Creyó que sufriría más. Tenía el vientre y los muslos empapados y sentía frío, mucho frío, un frío cada vez más intenso; pero poco dolor. ¿Se había roto la columna?.
Estaba acostado al lado de la mujer y todavía sin saber su nombre.
Su último pensamiento antes de gatillar fue que la muerte le tenía que doler. No tenía que ser una muerte piadosa. Tenía que sufrir. Tenía que purgarse de toda la mierda que llevaba dentro.
Por eso se disparó al ombligo. La bala lo atravesó de arriba abajo y desgarró y rompió y reventó.
No hubo nada que disfrutar. Stannio no era masoquista.
No hubo nadie a quien decirle unas últimas palabras que justificaran algo. Stannio tampoco era un buen orador.
Ni siquiera alguien a quien dedicarle un pensamiento, o una nausea.
Con la muerte cesó el frío, el dolor y la necesidad de dar explicaciones.
Lentamente, el charco de sangre negra se empezó a cuajar.

(c) Jorge Oscar Rossi, 1996.

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