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LOS EJECUTORES
Por Antonio Mora Vélez
Aquella era una noche fría de saturnal, el mes de las lluvias, con un cielo
encapotado que no permitía ver la luz de la luna.
Las calles estaban solas y las pantallas del alumbrado languidecían misteriosamente,
como si la energía hubiera optado por el atajo de Carnot y se perdiera en ese
impreciso lugar en donde el fuego se libera de sus alas para retomar el ciclo.
Me disponía a salir de una taberna del tipo alemán situada en el populoso sector
de Mocari. Había estado allí en la agradable compañía de mis amigos de tertulia.
Durante horas y horas habíamos hablado de política, de mujeres, de rones, de
las últimas decisiones de Mutltivac. Y la conversación giraba y giraba, alrededor
de uno y otro tema, y a los oídos de cualquier parroquiano de siglo XXII era
como si nada hubiera cambiado sobre la faz del Caribe después del Gran Salto.
Nabo y Castillejo, mis eternos compañeros de farra, habían consumido quince
sifones de cerveza rubia con pitillos enervantes. Yo, en cambio, por el temor
de mi Gota, apenas si ingerí un par de wiskys dobles en la roca que el barman
muy gentilmente accedió a venderme no obstante las restricciones del día ordenadas
por la sección etílica de Multivac.
Yo estaba aburrido, es lo que quiero decir, de modo que no hay razón alguna
para atribuirle al alcohol la procedencia de todo mi dicho, de lo que mis ojos
vieron esa noche después de la juerga. Juro que es tan verdad como la luz que
ahora contemplo en esta hermosa terraza de plasma cósmico que me hace recordar
los viejos tiempos de mi estancia en Tierra Santa, de cuando era un principiante
en comunicación social y jugaba con las palabras de la jerga en la elaboración
de intrincados poemas matemáticos que ni yo mismo lograba descifrar.
Salí como a las doce y cuarto de la taberna, solo. Castillejo trató de detenerme
con su verbo y con esa prosopopeya tan suya pero tan ostensiblemente impostada,
diciéndome que no habíamos terminado el tema de los decibeles ónticos, pero
yo lo despedí cortésmente, haciéndole un gracejo con su estilo de antiguo lord
inglés pero vestido de hojalata, y apelando a mis conocidos achaques articulares.
Intenté tomar un troley pero la hora no era la más apropiada y me decidí entonces
por un robotaxi que pasó justo a los diez minutos de la espera. Lo abordé y
le dije mi dirección de llegada. Su cerebro prodigioso me respondió que tendría
que hacer un ligero rodeo antes de llegar ya que se había producido un crimen
por el sector y varias calles se encontraban interceptadas.
-- Muy bien, como usted ordene -le contesté-. El vehículo inició la marcha por
el carril interior de la autopista y yo me recosté en el espaldar de la butaca,
intentando dormir durante el recorrido.
Eran ya las doce y media de la madrugada del sábado, hora en la que, según los
noticieros breves, salían a cumplir con su oficio los llamados ejecutores del
tiempo, los correctores de la historia que anticipara genialmente Isaac Asimov
en su polémico "Fin de la eternidad", a fines del milenio anterior.
Tal vez por esa circunstancia las calles se hallaban más solitarias que de costumbre.
Nunca se sabía en qué lugar y hora exacta de esa franja de la madrugada, podía
aparecer un auto fantasma con un grupo de ejecutores dentro. Para ellos, que
duda cabe, todo noctámbulo era potencialmente un candidato a la dulce muerte
de los dardos de luz disparados como si fueran sencillas proyecciones de cine
digital.
El auto cibernético avanzaba raudo por la avenida de Los Fundadores, conmigo
en su interior totalmente despreocupado de la ciudad. La suave brisa de las
primeras horas despeinaba ligeramente el perfil del sector. La avenida y sus
alrededores parecían un cuadro fugaz de Piescarollo, el maestro de la nueva
pintura vibrátil. Yo me sumergía en el recuerdo de mis noches de bohemia en
"La nueva Ola", de cuando era un simple perifoneador de comerciales en la Radio
Ambiental. El tablero de mando del robotaxi ejecutaba un sonata de colores alternados
que yo miré de reojo simplemente.
A la altura de la calle 681 el cerebro del auto me dijo, alzando la voz para
volverme en mí: "Viene un carro fantasma por la autopista paralela!". Yo abrí
los ojos y me acerqué a la ventana izquierda para observarlo. El robotaxi siguió
su marcha normalmente. Yo permanecía adherido al vidrio, contemplando el raudo
desplazamiento del auto fantasma. Era algo que no podía dejar de hacer; se trataba
de un grupo de ejecutores y siempre quise verlos en acción. Al pasar casi frente
a mí pude observar que uno de los ejecutores disparaba un flash en dirección
nuestra. La luz arropó mi rostro durante una fracción de segundo y yo me sentí
en el instante feto, niño, joven, adulto, en sucesión fantástica, como si mi
vida se hubiera repetido en un filme que me era introproyectado siónicamente.
El robotaxi me dijo entonces: "No cabe discusión, se trata de un equipo de ejecutores
en plena acción. Yo mismo le he sentido"
-¿Sigámosle!- le ordené. El auto titubeó, lo cual quiere decir, en términos
de cibermecánica, que aceleró y desaceleró en forma imprecisa. Al tomar la curva
de unión de las dos autopistas casi nos chocamos con uno de los postes de oxígeno
de la entrevía. Después de recobrado el control, el parlante del carro me dijo:
"Está usted seguro de lo que me pide?"
- Por supuesto que sí! -le contesté- Soy periodista y no puedo perder esta oportunidad
de cubrir una ejecución. Que tal que sea un ajuste histórico. Podré anunciarle
al mundo del futuro que una posible línea de desarrollo queda borrada de la
lista. A veces creo que las aparentes contingencias de la historia se deben
a este tipo de ajustes y no a la simple casualidad.
La razón estaría de parte de Demócrito, después de tantos siglos!. Demócrito?
O era tal vez Heráclito?
Se inició entonces la persecución.
De no haber sido por el mismo carro fantasma, le hubiera resultado imposible
a mi robotaxi darle alcance. Pero el vehículo de los ejecutores se detuvo unos
cuantos kilómetros adelante, enfrente de lo que parecía ser un viejo motel abandonado.
Cuando llegamos -mi auto y yo- vimos que los dos ejecutores, vestidos como se
decía que vestían, esto es, con buzos plateados y con cascos brillantes, tocaban
la puerta del edificio mientras se ajustaban las viseras. Al menos eso me pareció
Eso creí.
El robotaxi se acercó al lugar de estacionamiento del carro fantasma. Se detuvo
y yo me bajé lentamente, con la precaución vista en las dos figuras, en eso
dos viajeros del tiempo que estaban a punto de introducir una ligera variación
en la historia. O tal vez un cambio radical! De ellos se sabía -de tiempo atrás-
por la literatura. ¡Fantasías!, decían muchos. Lo que jamás se pensó fue que
verlos en acción se convertiría, con el correr de los siglos, en una de las
más emocionantes aventuras de la información. Ni siquiera Asimov pudo imaginar
que para ser ejecutor había que reunir un mundo sin par de condiciones; estar
a prueba de rectificaciones, sin resquicio alguno por donde pudiera penetrar
el enjuiciamiento rigurosamente lógico de los Ordenadores. Como si dijéramos:
¡Un ejecutor jamás podía ser ejecutado!
Y yo estaba allí, delicioso privilegio, observándolos en el preludio de una
ejecución que no sabría si calificar de sublime o justiciera, pero que era a
todas luces necesaria, si los Ordenadores, esos sabios inmensos del siglo XXX,
lo habían decidido así en beneficio de la estirpe humana. Era una especie de
cirugía para extirpar un tejido malo que no convenía al desarrollo armónico
del cuerpo, había dicho alguna vez en uno de mis informes de referencia. Y los
ejecutores no fallaban. Jamás se equivocaban. Por eso la historia del siglo
XXX transcurría sin perturbaciones. Toda fuente de perturbación era ejecutada,
extirpada, antes de que pudieran estabilizarse sus secuelas, ¡Así de sencillo
y de maravilloso!
Avancé unos pasos con mi tarjeta de informador en alto. "Soy periodista", dije
en voz alta. Los ejecutores me miraron serios y uno de ellos blandió su espada
de luz y la puso en dirección mía. "Te esperábamos", me respondió.
Un corrientazo cruzó por mi cuerpo en todas direcciones y yo quedé paralizado,
impávido, con el temor a la muerte sembrado en mis ojos y la vista fija en las
dos figuras de plateado que me observaban serenos, sin el menor asomo de impaciencia
o dubitación en sus rostros y cuerpos.
-¿A mí?- les pregunté, todavía con la esperanza de que me estuvieran jugando
una broma para castigar mi osadía de reportero.
--Hemos estudiando tu prontuario y estamos seguros de que eres la persona que
buscamos ¿Tú te llamas Marcos Antonio?
--Sí - les contesté.
--¿Y estamos en el siglo XXXII?- interrogó el otro.
-Exactamente!- le dije.
--Entonces eres la persona que buscamos. El dictado retrospectivo de tus líneas
vitales así lo indican.
Recordé al instante el flash que me encegueció minutos antes y que me hizo sentir
feto, niño, joven y adulto al borde de la muerte, en sucesión rápida del pensamiento.
--¿Qué es lo que mis descendientes han hecho o intentado hacer en el siglo de
ustedes?- les pregunté.
--Nada. No hicieron nada que valiera la pena. Justamente por eso los Ordenadores
creyeron necesaria tu eliminación en el programa de proyecciones de este siglo
hacia el futuro. Al no implicar cambios progresivos, tu existencia se convierte,
aún en tu presente, en superflua.
Yo guardé silencio entonces y esperé la acción. El robotaxi seguía las palabras
de los viajeros del tiempo desde su lugar de estacionamiento. Y desde allí pudo
ver el rayo de luz que acabó con mi vida. Dijo entonces para sí: "Los ejecutores
jamás fallan. Los ejecutores jamás se equivocan".
(c) Antonio Mora
Vélez , Montería, abril 25 de 1985.
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