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DESTELLOS EN ROMA
por Elsa Terrada
"Sólo en Roma reina una tal divina
anarquía, y en torno a Roma una tan
paradisíaca soledad, que hay lugar
para las sombras".
Guillermo de Humboldt a Goethe.
Obligada por mi médico había adelantado el viaje.
En Roma todo era fascinante. Desde las reliquias arquitectónicas, los rumores
del tiempo parecían hablarme al oído. Y del aire emergía ese aroma a rosas.
Ese misterioso aroma a rosas, cada vez más persistente.
Recuerdo que me disponía a hacer el último llamado cuando golpearon a la puerta
de la habitación. Era 31 de diciembre, cumplía con la costumbre de desear un
feliz Año Nuevo a mi familia. Dejé la agenda a un costado, y, al abrirle al
camarero del hotel, una furiosa correntada atravesó la pieza. Cuando volví a
la cama con la merienda, en una hoja señalizada con la letra "f", vi la dirección
de tía Francesca; yo la había copiado, bastante tiempo atrás, de una postal
que ella envió a Buenos Aires. Fue entonces que decidí visitarla por sorpresa.
Luego de arreglarme, bajé a la recepción para averiguar cómo llegar a la casa.
El conserje hablaba español, así que no tuve problemas. Me explicó que quedaba
justo al otro lado de la plaza del Puente Sant' Angelo, y para llegar era necesario
recorrer un largo trayecto. Insistió en que llamara un taxi, pero preferí caminar.
Transité por una calle angosta y empedrada que me llevó hasta la plaza.
No sé por qué el frente de un negocio llamó mi atención; el inexplicable aroma
a rosas que percibía con frecuencia aumentó su intensidad en ese momento. La
tienda no tenía vidriera, apenas una ventana dejaba ver cerámicas desparramadas
con desidia sobre un estante. Se me ocurrió llevar un regalo a tía Francesca;
después de todo era descortés ir a cenar así, de improviso y con las manos vacías.
Entré, y detrás de mí se cerró la puerta: oí un golpe seco y la campanilla que
colgaba del dintel.
Buona sera me dijo una vieja matrona de voz aguda y ojos
de rata. A sus espaldas, colgaban cuchillas y hachas, acaso utensilios de cocina
y adornos a la vez.
Buona sera contesté en voz muy baja. Me avergonzaba hablar
en italiano. Para mí era un idioma demasiado estridente que jamás podría pronunciar
con corrección.
Usted no es de aquí me dijo la vendedora.
No, soy de Buenos Aires, Argentina.
¡Oh! ¿Se quedará mucho tiempo la signorina?
No mucho. Un par de semanas más.
Repasé el negocio con la mirada; mucho más reducido de lo que parecía visto
de afuera. Las paredes abarrotadas de adornos de cerámica se me venían encima.
El aire era escaso en ese lugar. Los colores firmes de las máscaras venecianas,
platos, vasijas, jarrones, contrastaban con el brillo de los metales que aureolaban
a la vieja.
De pronto reparé en un misterioso retrato: un hombre sujetaba un hacha por el
mango con su mano izquierda, dejando descansar la hoja sobre la derecha. Su
amenazante mirada pesaba en mí, un magnetismo difícil de entender. Incluso me
resultaba atractivo en su perversidad.
Es el verdugo Ruffo dijo la vieja acomodando algo sobre el mostrador
que nos separaba . Era tan hábil con el hacha que lo llamamos "Mastro".
Simulé indiferencia, intentando ocultar la atracción por la figura del verdugo.
Cé molte cose...
. por favor la interrumpí . ¿Podría hablar más pausado?
Me cuesta el idioma.
Sé muchas historias de muerte en la piazza del Puente Sant' Angelo
al decir esto, la vieja me miró de soslayo, como midiendo la impresión
que me causaban sus palabras.
Imagino que deben haber sido gracias a ese verdugo.
La vendedora hizo un pausado gesto de afirmación.
Sí, muchos cuerpos quedaron sin vida y con las cabezas en un canasto.
¿Y por qué los ejecutaban? ¿Eran criminales?
Io non lo so certamente. Pero sé que hoy son almas en pena merodeando
la plaza.
¡Vamos! ¿Usted no me estará hablando en serio, verdad?
Claro que le hablo en serio, signorina. La Iglesia les negó sepultura
en sagrado, enterrándolos al borde del Muro Torto. Por eso hoy sus almas, cada
vez que anochece dijo señalando el cielo nocturno, más allá de la vidriera
, rondan el lugar donde murieron.
Sentí un sudor helado, se me cerraba la garganta y no podía respirar. Quería
huir de allí.
Sta bene, signorina! ¿Qué va a llevar?
Desde el retrato, los ojos del verdugo me hechizaban. Con gestos pedí una de
las hachuelas que colgaban junto al cuadro: según me habían dicho, la tía Francesca
amaba la cocina.
La vendedora habrá advertido la fuerza que ejercía sobre mí la mirada de Ruffo.
Mientras envolvía la hachuela, me miró por encima de los gruesos marcos de sus
anteojos. Inclinando su cabeza a modo de reverencia, me entregó el paquete.
Io sono sicura. dijo con irónica sonrisa, y dejó las palabras
en el aire.
¿Perdón?
Él la conoce y volvió su mirada al retrato del verdugo .
Ruffo dijo con devoción, descolgándolo. Y agregó : ¿Por qué no
lo lleva?
Sin responderle, tomé sólo el paquete con la hachuela, pagué y me alejé de aquella
tienda.
Parada en medio de la plaza aspiré con ganas el aire fresco, sin poder sacarme
de encima la sensación de ahogo.
Los árboles con sus ramas desnudas le daban un aspecto lóbrego al lugar. Caminé
lentamente hasta un puesto de flores.
El intenso aroma a rosas me envolvía otra vez.
De repente supe que una ranura se abría en el tiempo: el pasado vomitaba para
mí un enjambre de andrajosos, voces cargadas de ira y violencia que vitoreaban
al verdugo, al Mastro. Quise refugiarme en el puesto de flores, y comprobé
que ya no estaba: la plaza era la misma pero diferente.
El aroma a rosas se esfumó.
Pude ver dos cadáveres sin cabeza, que yacían sobre el cadalso. Me agobió el
intenso olor a sangre y los hedores acres de aquella masa humana.
De rodillas, frente al clamor de la multitud, una mujer harapienta esperaba
su ejecución. Tenía una canasta delante de sí. Sus greñas mugrientas le ocultaban
la cara. En los puños afirmados contra la falda contenía la desesperación y
el horror a morir.
Ruffo.
De pie, al costado de la víctima, Ruffo le retorcía el pelo buscando la piel
desnuda de su cuello. Segundos antes del fin, ella alzó la cabeza mirando a
la multitud.
Entonces pude verla.
Era yo.
Elevando el hacha, el verdugo me descubrió entre el gentío. Al repentino encuentro
de nuestras miradas, me absorbieron el horror y la fascinación de sus ojos.
Entonces Ruffo de un solo golpe decapitó a la mujer. El ruido de la cabeza cayendo
dentro de la canasta, el frío del metal en mi cuello, un hombre a mi lado dándole
una bofetada a su hijo según las costumbres de la época.
El espanto me arrancó de mis visiones.
Vi el puesto de flores nuevamente, sentí cierto alivio. Mis latidos desbocados
extinguían el silencio.
Demasiado tarde.
La noche oscurecía el cielo poco a poco. La luz amarillenta de los faroles iluminaba
la plaza que yo recorría en esas vísperas de Año Nuevo. Recordé las almas en
pena que la vendedora había mencionado.
Alguien con mucha prisa pasó a mi lado rozándome el hombro, y me volví para
ver de qué se trataba. Me asombró encontrarme sola: nadie podía desaparecer
de ese modo. Tuve un escalofrío: brillos de metal se dispersaban a lo lejos.
Caminé por la "Via del Mastro". El nombre de la calle y mi miedo le hacían honores
al verdugo. En ese entorno desolado, mi reciente alucinación era un fantasma
del que no podía desprenderme. Pensé que en Buenos Aires debería ver a mi médico
otra vez.
Ya la noche era un cielo cerrado.
Desde el interior de mi bolso, el regalo para Tía Francesca marcaba el compás
de mis pasos.
La vieja casona se asomaba entre las garras de los árboles en sombras.
Cruzando un umbral tapado de hojas secas, me detuve frente al pórtico. Ansiosa
toqué timbre. y otra vez el aroma a rosas; otra vez los destellos, que ahora
rondaban la casa.
Rogué que abrieran cuanto antes.
Un hombre de unos cincuenta años se asomó a la puerta. La luz ambarina que llegaba
desde la calle sombreaba sus rasgos dándole un aspecto cadavérico. Su voz era
grave y pausada:
Buona sera, Marielina. Come stai?
Cuando estaba por presentarme, me interrumpí: era inútil, sabía mi nombre.
Soy Nicola, el primo de tu padre dijo abriéndome paso .
Avanti... Te estábamos esperando. Entra.
Pero yo no me decidía, descolocada por su sonrisa artificial y el idioma que
entendía a medias. Él me invitaba con un gesto que pretendía ser amable. "Te
estábamos esperando", había dicho. ¿Cómo era posible? Recordaba haber improvisado
mi visita con la intención de sorprender a tía Francesca, pero lo cierto era
que el tal Nicola me sorprendía a mí. Primero las alucinaciones en la plaza
y ahora esto... Dudé de mi memoria, procuré atisbar el interior de la casa mirando
más allá de mi "anfitrión": solamente sombras. ¿Me habría comunicado con él
o con tía Francesca antes de salir del hotel? No podía asegurarlo. Pensé en
la vieja ojos de rata, pensé en mi decapitación de algún modo
consideraba así aquel hecho . Como si estuviese perdiendo el control,
como si la línea entre lo real y lo imaginario se desvaneciera. Y, de pie delante
de mí, aquel desconocido me indicaba gentil y firmemente que entrase.
Mariela, avanti per favore.
Noté que los destellos que me persiguieron desde la plaza merodeaban entre el
jardín. Tuve miedo de quedarme afuera. Entré.
Dentro de la casa, mi temor no desapareció: un aura de misterio rodeaba a Nicola.
Con la voz entrecortada, pregunté:
¿Y tía Francesca?
¿Tía Francesca? Nicola soltó una carcajada que me pareció absolutamente
fuera de lugar . ¡Tía Francesca murió hace dos años, bambina! Quítate
el abrigo, andiamo, así te muestro dónde lo dejas.
No tuve más remedio que seguirlo, nuestros pasos hacían eco en un pasillo largo
y oscuro. Contra mi flanco notaba una y otra vez el bulto del paquete con la
hachuela, mi frustrado regalo para la tía.
Llegamos a un minúsculo recibidor, había un perchero entre la ventana que daba
al jardín y un antiguo aparador de roble. El lugar en penumbras olía a humedad,
a casa vieja. Las palabras de Nicola resonaban en mi mente: "Te estábamos
esperando". ¿Me estaban esperando? Si tía Francesca murió, ¿quién
más me esperaba? Me quité el abrigo, y al colgarlo en el perchero vi, en un
estante del mueble, la foto de una mujer. Sus ojos me resultaron familiares.
Sostenía un hacha. En comparación, la que yo había comprado parecía una réplica
en miniatura.
Es Francesca el susurro de Nicola a mis espaldas me sobresaltó.
Un aroma a rosas se mezcló con los olores arcaicos de la casona.
Sentí pasos en el corredor, pasos acercándose.
Cerré los ojos, y en medio del vértigo escuché:
Era su flor preferida.
Conocía esa voz. Al abrir los ojos, vi a la vendedora de la tienda: sostenía
un ramillete de rosas trepadoras y el retrato del verdugo, el mismo retrato
que había querido venderme en el negocio.
Ruffo, pensé.
Como celebrando un ritual, la matrona dispuso sobre el aparador la foto de tía
Francesca, las flores y el retrato del Mastro.
Desde hace dos años dijo Nicola abriendo uno de los cajones del
aparador , desde hace dos años jamás faltan esas flores junto a la foto
de Francesca. Mariela, dame lo que le trajiste a la tía, per favore.
Con torpeza abrí mi cartera me sacudía un temblor imperceptible pero
no menos violento , y al alzar la vista descubrí a los dos extraños observándome
con ojos inquisidores.
Les sonreí.
Tomé el regalo para tía Francesca y se lo acerqué, como una ofrenda.
Dal mio cuore dije con naturalidad, extendiendo las manos
y sorprendida por mi fluidez . Dal mio cuore per la zia.
Nicola me devolvió la sonrisa.
Grazie, bambina acomodó el paquete en una de las repisas
y sacó algo del cajón. El objeto, envuelto en un papel madera grasiento, se
veía pesado. Al abrirlo, la luz de la sala le dio de pleno en el filo, que destelló.
En ese momento comprendí de qué se trataba todo.
Hace mucho tiempo que te pertenece me dijo la vendedora de la
tienda señalando el hacha que Nicola me entregaba a su vez.
De tía Francesca, prima. De tía Francesca para ti.
La empuñé, fascinada.
Agradecí reverente, en un murmullo.
Sentí el peso del acero en mis manos.
El mismo hechizo de la plaza.
La mirada de Ruffo.
Asomándome a la ventana, vi que la oscuridad era profunda en el jardín.
Los destellos, ahora, reaparecían.
Tomaban posesión de la nostra casa.
(c) Elsa Terrada
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