Pensé que mientras caía, la vida entera pasaría ante mis ojos.
No fue así.
Ismael miró complacido al Sacrificado. Gruñía, el Sacrificado, y se retorcía colgado cabeza abajo. Estaba convenientemente empapado de sangre. El tajo en el flanco derecho era adecuado, pensó Ismael.
Recordó el Génesis, capítulo 17, cuando su padre Abraham dijo: Sigue leyendo
La vida, su vida, es una farsa. Hace como que le gusta ser contador, como que tiene experiencia, como que le importan sus vecinos, su familia, pero no…
…no le importa nada…bueno, no nada, no le importa eso…. ser contador, hacer como que tiene experiencia, como que le importan sus vecinos, su familia…
Es un actor de día completo. Le gusta pensar eso. No, no es un actor. Es un fraude de día completo. De chico imaginaba otra vida para él.
El hedor se anunciaba desde cincuenta metros, o más.
Primero era algo dulzón, después era insoportablemente dulzón.
Cuando llegué a la puerta me tuve que parar, en parte porque estaba aturdido por tanto ladrido de los perros y en parte porque ahora el olor era simplemente asqueroso, no hay otra palabra.
No soy de estomago delicado ni mucho menos, pero me vinieron arcadas.
Me sobrepuse, uno se sobrepone a casi todo, y abrí la puerta.
Todo estaba normal a la vista, me dije después de vomitar. Al olfato, en cambio, era “lo más podrido”, “la putrefacción”, no sé como definirlo.
Con un pañuelo tapando boca y nariz y tratando de respirar lo menos posible me metí en mi casa. Como dije, todo lucía normal a la luz de la tarde.
Bueno, no todo.
Spocky estaba excitado. Veía a la Cosa y eso lo ponía terriblemente nervioso.
Martín, en cambio, solo tenía ojos para Mercedes.
Mercedes, a su vez, se limitaba a gemir penosamente.
La Cosa, por su parte, se sentía feliz.
Jeremías Lenk era Dios, así se lo había dicho Dios.
Mejor dicho, Dios le había dicho a Jeremías que él, Jeremías, era Dios. “¿El hijo de Dios?”, quiso aclarar Jeremías. “No, Dios”, le aclaró Dios.
De cuando era chico, lo primero que recuerdo es el miedo. Un miedo constante, un miedo anidado en el estomago y asiduo visitante de manos y piernas temblorosas. Un miedo básico que me acompañaba durante el día y poblaba mi mente en las noches.
Mis padres me consideraban retraído y frágil y me trataban como a un pobre infeliz a quien hay que cuidar mucho. Eso si, no me decían pobre infeliz; me decían Juancito y chiquito y querido y bebito de mamita y esas cosas cariñosas que se le dicen a los pobres infelices mientras se los sobreprotege. Sigue leyendo
Adriana, la chica levemente dark, era una virgen de 27 años que amaba el sexo duro y se masturbaba habitualmente con un crucifijo de plata heredado de su abuela. Estudiaba primer año de cine y sus dos amigos y compañeros de mesa le parecían tan asexuados como ella a ellos.
«¿Por qué mataste a la avispa?- le dijo el
campesino a su hijo.
Porque me picó- le respondió el niño.
Hijo mío, -insistió el padre- la avispa no
sabe lo que hace.
Pero a mí me dolió- replicó el chico, y de
otro pisotón terminó de aplastar al insecto
contra el piso»
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Si alguna vez se han arrastrado por el barrio de Palermo, probablemente conocen la pizzeria «Tía Pepina di Capri», esa que está al dos mil y pico de Julián Alvarez. Hace pocos años, en ese mismo lugar donde ahora la muzzarella es dueña y diosa, existía un feo, viejo y delicadamente sucio edificio.
Llegué a conocer muy bien su frente grisáceo, de tanto apreciarlo en esos agradables paseitos que tenía por costumbre disfrutar años atrás.